La victoria de Cambiemos en 2015 marca la irrupción de un fenómeno tan novedoso como los que representaron respectivamente el radicalismo yrigoyenista en 1916 y el peronismo treinta años más tarde. El nuevo oficialismo constituye un precipitado de actores y procesos que por ahora solo admiten interrogantes abiertos sobre su derrotero futuro. En términos ideológicos, Cambiemos es un producto aún en elaboración que aspira a consolidar un capitalismo competitivo y una sociedad culturalmente abierta y cosmopolita en el marco de un sistema democrático y republicano.

Concluir que se trata del primer experimento exitoso de una fuerza de centroderecha liberal que viene a ocupar el espacio vacante en la política argentina desde la ley Sáenz Peña sería un juicio histórico excesivo y hasta cierto punto teleológico. Esas simplificaciones, quizás operativas para otras latitudes, requieren de cautela metodológica en países como el nuestro, que a lo largo de todo el siglo XX definieron una ancha avenida ocupada por movimientos nacionalpopulistas que cubrieron todo el espectro ideológico y oscilaron de la derecha a la izquierda y viceversa.

Cambiemos representa una de las vertientes de los cambios socioculturales comenzados en los años 80 y consolidados en los 90. Expresa a los sectores medios y altos emergentes de la versión local del nuevo capitalismo global. Precisamente por ello, se identifica con ese genérico sistema económico sin ambages ni sentimientos de culpa. Pretende delinear una sociedad meritocrática fundada no solo en el trabajo y la educación, sino en su adecuación al mundo en ciernes. Políticamente, encarna la novedad de erigirse como una fuerza política competitiva. Se distingue de los arcaísmos de la "vieja política", aunque sin dejar de incluir en su seno a exponentes de la derecha, del peronismo, del progresismo y a una UCR que por primera vez en su historia se avino a integrar una coalición que no la cuenta en posición dominante. Ese lugar lo ocupa, sin duda, Propuesta Republicana (Pro).

Pro representa un nuevo elenco dirigente cuyo núcleo duro procede del management empresarial hiperconectado y competitivo. Un staff de gerentes de mediana edad con formación integral. Su especificidad fue definir una vocación por la política y la conducción del Estado, transpolándole sus criterios de gestión bajo la forma de equipos no dogmáticos ni ortodoxos. Allí reside la clave del pragmatismo que lo distingue de nuestro liberalismo ideológico clásico desde los años 60: no se reduce a un programa macroeconómico y se aviene a encarar de manera realista los problemas del Estado y de una sociedad fracturada por la pobreza estructural.

No se agota en una sustentabilidad económica a espaldas de la cultura política real. Tampoco omite los requerimientos de asistir a más de 10 millones de excluidos. Es cierto que contiene un programa acorde con los valores de su electorado de clases medias y altas que aspira a bienes posmateriales. Desde el ecologismo, el cuidado personal y una vida sana hasta una gestión estatal facilitadora de la cotidianeidad mediante la abreviación de trámites, obras públicas de impacto directo en la calidad de vida y la seguridad ciudadana. Pero también promete erradicar la pobreza sin afectar, al menos por ahora, el aparato asistencialista de gestión tercerizada por distintos movimientos sociales montado durante los 2000. Como contrapartida, sostiene una doctrina de erradicación de la marginalidad mediante un microemprendedurismo que le ha valido apoyos aún minoritarios pero simbólicamente significativos en sectores populares reticentes a la dependencia estatal.

La experiencia piloto al frente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde 2007 le permitió a Pro extender sus apoyos en las viejas fuerzas conservadoras provinciales, que fueron rejuvenecidas por la incorporación de un elenco de jóvenes ejecutivos situados en el sector moderno de una frontera agropecuaria que penetró en enclaves del interior. Este segmento les insufló a esos partidos una notable actualización ideológica y la posibilidad de una alianza nacional más sólida que aquellas ensayadas desde los años 60 en adelante.

También hallaron su lugar en Pro descendientes de familias patricias dispuestos a retomar la vocación política de sus antepasados. A ellos se sumaron otros de clase media procedentes de carreras corporativas breves, a los que Pro les ofreció la posibilidad de continuarlas a través de la gestión pública. Este trasvasamiento es concebido como un "compromiso social"; noción que mucho abreva en los voluntariados neofilantrópicos laicos o confesionales. La consigna es lograr objetivos exitosos de manera negociada, paulatina, pero de resultados indelebles.

Históricamente hablando, remite al aluvión de sucesivas coyunturas desde la crisis de 2001. La detonación del sistema bipartidista de 1983 habilitó nuevas posibilidades de ingreso a la política. El kirchnerismo hizo, luego, el resto; sobre todo a partir de su giro agonal inaugurado formalmente por el conflicto con "el campo" de 2008 y profundizado durante el segundo gobierno de Cristina Fernández. Los cacerolazos de 2012 y 2013 continuaron esa senda movilizadora exhibiendo los alcances de una disponibilidad social cuya traducción política finalmente terminó encarando la alianza Cambiemos como el "partido del ballottage" de 2015.

Es difícil pronosticar el porvenir de esta articulación por ahora exitosa de elementos viejos y nuevos. ¿Lograrán superar la larga recesión comenzada a fines de 2011 -paleada hasta el momento con deuda y obras públicas-plasmándola en un nuevo sendero de crecimiento y desarrollo? ¿O el corto plazo se devorará, como tantas otras veces en la historia de las últimas décadas, los mejores proyectos? En ese contexto, ¿se administrará eficazmente la fórmula gradualista domando el déficit inflacionario y atrayendo inversiones sin elevados costos sociales? ¿Cómo se podrá reducir la pobreza conjugando el emprendedurismo popular con la vieja fórmula de administración tercerizada a cargo de movimientos de desocupados y gobiernos municipales?

De confirmarse el éxito cultural de la política de gestión, ¿se materializarán estos cambios en el curso de un ciclo oficialista largo, por lo menos hasta 2023, o serán continuados por una fuerza opositora igualmente actualizada pero aún imperceptible en el horizonte? De no surgir una alternativa competitiva, ¿cómo evitarán que la novedosa articulación de líder con equipos y "vocación de entrega" a la función pública no concluya en una nueva versión regeneracionista de aspiraciones hegemónicas? ¿Avanzarán en la impostergable tarea de reconstruir el Estado o las concesiones a poderes corporativos preservarán un statu quo en las antípodas de la prometida meritocracia? Es en torno a estas y otras preguntas que se cifra la transformación de la incipiente Argentina del siglo XXI en un país normal; o la reiteración de nuestro destino fatal durante las últimas décadas de seguir insistiendo en los extravíos que nos marginaron del mundo.

El autor es Historiador