Los acontecimientos públicos de esta semana no sólo dan cuenta de que el gobierno nacional está perdiendo el control de la calle, sino también de una clara pérdida de espacio por parte de los sectores moderados del sindicalismo. La capacidad de los actuales líderes de la CGT para conducir y encauzar el conflicto social ha sido cuestionada en la marcha del martes pasado y la imagen del triunvirato que lidera la principal central obrera quedó esmerilada. Esto puede representar un problema de orden interno para el armado de las piezas del difícil rompecabezas del gremialismo. Pero, antes que eso, podría implica un nuevo dolor de cabeza para Mauricio Macri.

El actual presidente proviene de un grupo empresarial que tradicionalmente mantuvo una buena relación con el gremialismo. También se caracterizó por la cooperación la vinculación que Macri tuvo con los jerarcas sindicales mientras fue jefe de gobierno porteño. Y desde que llegó a la Casa Rosada ha sido el único mandatario no peronista que no sufrió un paro general de actividades en su primer año de gestión. Se trata de un récord conseguido a fuerza de diálogo y de no pocas concesiones, como el acuerdo por la deuda con las obras sociales sindicales o los interminables giros de fondos a organizaciones sociales que han hecho un culto del piquete.

El problema es que ese sindicalismo, duro en los discursos pero siempre proclive a negociar, empieza a ser desbancado en la vía pública, tanto por grupos de izquierda que cultivan la vieja estrategia de que todo siga peor para estar mejor, como por sectores kirchneristas que, sin pruritos, apuestan a la caída del Gobierno y al caos para zafar de las graves demandas judiciales que pesan sobre no pocos funcionarios K.

Los episodios de violencia que coronaron la marcha del martes están siendo utilizados por el macrismo para unir en el espanto a algunos de sus votantes desencantados. Con cierta razón, se preguntan qué niveles de violencia hubiesen alcanzado las reyertas durante la desconcentración del acto cegetista si realmente hubiera estado en juego la lucha por el poder real entre esos sectores. O qué habría pasado si Daniel Scioli llegaba a la presidencia.

Pero ahora, más que festejar con la idea de que esos hechos tumultuosos capaces de remontarnos a luctuosas épocas pueden resultar funcionales a la estrategia del oficialismo para polarizar entre lo nuevo y lo viejo, el macrismo deberá preguntarse cómo encarrilar sus relaciones con los distintos sectores del sindicalismo sin comprometer las metas fiscales y sin ingresar en una espiral de conflictividad que termine paralizando el país.

Ni la cifra de la UCA del crecimiento de la pobreza al 32,9% ni el 2,5% de aumento de precios que registró el Indec en febrero dejan en una buena posición al Gobierno. Se descuenta que el paro general no podrá evitarse. La cuestión es impedir que, al año electoral, se sume una lógica de enfrentamientos que termine desalentando aún más la inversión productiva.