De Cambiemos se espera este año algo que, en general, no se ha exigido a otros experimentos no peronistas: que triunfe en el principal distrito del país. La razón es sencilla. Macri llegó al poder gracias a que María Eugenia Vidal se impuso en ese territorio. Esa victoria fue tan inesperada que los inversores, el sindicalismo, los gobernadores del PJ y los líderes extranjeros interesados por el país, por nombrar a los actores más determinantes en el juego, están esperando que vuelva a hacer el truco para aceptar que su gobierno es consistente. Hay un factor adicional que otorga relevancia a ese torneo. En Buenos Aires sobrevive el populismo en su máxima expresión: Cristina Kirchner.

De Cambiemos se espera también que normalice la vida material, lo que supone ordenar las cuentas públicas. Ese objetivo es imposible de alcanzar sin corregir una de las principales deformaciones de la gestión anterior: la asignación irracional de subsidios generalizados al transporte y al consumo de energía. Aquí radica el centro del problema. Recortar esas subvenciones implica aumentar las tarifas a los vecinos del área metropolitana, sobre todo del conurbano bonaerense.

Aunque nunca pudieron reconocerlo, menos aun agradecerlo, los Kirchner fueron engendrados, como figuras de alcance nacional, en las entrañas del duhaldismo. De esa genética derivó una estrategia fiscal: las familias del área metropolitana, en especial las bonaerenses, recibirían una ayuda estatal diferenciada respecto de las del resto del país. Según un estudio del Cippec, esa región se llevó el 46% de las subvenciones. Sólo para ofrecer un término de comparación: el resto de la provincia obtuvo 14%; la región pampeana, 13%; la Patagonia, 11%; Cuyo, 6%; el NOA, 6%, y el NEA, 4%.

Si se pone la lupa sobre los subsidios energéticos, al área metropolitana se asignó el 46%, y al resto de la provincia, el 17%. La diferencia es más visible en el transporte: al área metropolitana se derivó el 60% de las subvenciones, y al resto de la provincia el 17%.

Estos números exponen una contradicción entre la gestión macroeconómica de Cambiemos y su prioridad electoral. Esa contradicción es, por supuesto, relativa. Sin una racionalización fiscal habría sido imposible la reducción de la inflación, que tiene efectos políticos muy beneficiosos. Pero esa aritmética explica por qué, a comienzos de marzo, María Eugenia Vidal logró que Macri no aumentara el precio del transporte, agitando el fantasma de una derrota.

Con la misma lógica: ¿la Corte Suprema fue un involuntario jefe de campaña del oficialismo al recortar la suba de las tarifas energéticas? También se podría cuestionar si no hubiera sido más beneficioso para las urgencias políticas del Gobierno moderar todavía más esos aumentos a cambio de no sumar un punto del PBI al déficit fiscal con la reparación previsional. Fue una decisión justiciera. Pero, calibrada por su rentabilidad política, su costo fiscal fue disparatado. Hasta que comenzó a hacerse visible la obra pública, los consultados en las encuestas agradecían más el pago a los "buitres" que el pago a los jubilados.

La reducción de los subsidios era indispensable. Cristina Kirchner los había llevado al 5% del PBI, que era el equivalente a la emisión monetaria. Fue casi la única racionalización visible de Cambiemos. Por eso hoy sirve de soporte al proselitismo opositor. Para ese relato, la parálisis económica que se registró hasta hace pocos meses, no se inició en el año 2015 ni se debió a las inconsistencias de la gestión anterior.

Macri congeló la actividad y recortó los subsidios porque es un ajustador compulsivo. Es lógico que la ex presidenta, en defensa propia, esgrima este argumento. Menos justificado es que Sergio Massa lo comparta: sus críticas a su antigua jefa se limitan, por lo general, a la corrupción, pero no ponen en tela de juicio su concepción económico-social. Tal vez esa complicidad explique el liderazgo remanente de la señora de Kirchner. Ninguno de sus rivales del peronismo intenta arrebatarle la bandera que identifica al grupo, que no es la transparencia, sino la distribución del ingreso. Ni Massa ni Randazzo cuestionan la política económica anterior. En ese plano, siguen aceptando su condición de heroína.

La imagen que ofrecen los rivales bonaerenses del Gobierno está anclada en estadísticas de hace un año, cuando el nivel de actividad tocó su piso. Desde el oficialismo refutan ese cuadro con datos alentadores de junio de este año. Son datos impactantes, porque comparan contra lo peor de la caída. La producción mejoró un 6,6% interanual. Desde el punto de vista político, esa recuperación es más interesante si se observa en sus detalles. La fabricación de bebidas aumentó 18%. La de azúcar, 8%. La de detergentes, jabones y productos de tocador, 7%. El papel para envoltorios y el cartón corrugado, que suelen indicar el dinamismo de otros sectores, 3,5%. Estos movimientos no se refieren a consumo, pero sí a bienes destinados al consumo.

El impacto político de estos números es una incógnita. Sobre todo para las primarias. La consultora Poliarquía acaba de consignar que las expectativas positivas sobre el futuro del país cayeron del 49 al 46%. También tuvo un leve retroceso la confianza en el Gobierno. Pero mejoró la confianza del consumidor, que suele exhibir desde hace años una misteriosa correlación con los resultados de los oficialismos en las urnas.

En el comportamiento electoral prevalecen esas percepciones sobre las estadísticas. Cristina Kirchner lo sabe mejor que nadie. Ella y su esposo se ufanaron hasta el hartazgo de haber liberado al país del infierno del año 2001. Sin embargo, los cuadros económicos revelan que, cuando ellos llegaron al poder, la crisis estaba superada. Un mérito de Eduardo Duhalde, escondido en powerpoints. Para el común de la gente, la recesión terminó, no cuando llegaron, sino gracias a que llegaron los Kirchner. Igual que el enfriamiento y el ajuste comenzaron no cuando, sino porque Macri se hizo cargo del poder. Son fenómenos obvios. Igual que es obvio que el sol gira alrededor de la Tierra.

Los resultados económicos, siempre relevantes, lo son más en esta oportunidad. Los encuestadores más confiables indican que Esteban Bullrich y la señora de Kirchner están empatados en alrededor del 30% de los votos. En algunas mediciones llegan al 33%. Massa ronda el 19%. Y Randazzo un 6%. La distribución territorial expresa una simetría llamativa. Bullrich saca mucha ventaja en el interior; compite bien en el conurbano norte, la primera sección electoral, y cae mucho en la tercera, el conurbano sur. Massa está parejo en todas las regiones. Y la ex presidenta arrasa en la tercera, pelea voto a voto en la primera y pierde por mucho en el interior.

Para entender la lógica de la disputa que se librará hasta el 13 hay que observar la contextura de esas adhesiones. Según un estudio de Isonomía, en la base de Bullrich hay un 46% de voto condicional. Son electores que admitirían volcarse por otro candidato. De ese 46% de voto "blando", el 84% podría ir a Massa y el 16%, a Randazzo. Ningún votante de Bullrich votaría a la señora de Kirchner.

El 72% de los votantes de Massa son condicionales. De ellos, el 53% podría votar a Bullrich, el 30% a Randazzo, y el 15% a Cristina Kirchner. El 83% de los adherentes a Randazzo son "blandos". De ellos, el 80% podría votar a la ex presidenta, 20% a Massa y ninguno a Bullrich. En el caso de la señora de Kirchner, sus votantes inseguros son el 57%. Un 20% de ellos podría cambiarla por Massa, y 73% por Randazzo. Hay un 7% que es capaz de preferir al trotskismo.

La disputa está bastante clara: el objetivo más razonable para el Gobierno es atraer votos de Massa. No está tan clara la estrategia. Es posible que, para seducir a ese votante, el oficialismo deba polarizar con Cristina Kirchner e insinuar afinidades con Massa. Por lo menos, no agredirlo. Es lo que viene recomendando el comando de campaña bonaerense de Cambiemos, liderado por María Eugenia Vidal. Allí sostienen que a los votantes les disgusta que vituperen a su candidato. La Casa Rosada adopta una táctica distinta: por momentos Massa es un demonio más temible que la ex presidenta. Esa presentación no parece responder a una estrategia, sino a la irritación de Macri frente a Massa.

Hay otra incógnita: los votantes del massismo no se sienten interpelados por el mensaje emocional de la propaganda de Cambiemos. Sólo esperan resultados. Es aquí donde importan las prestaciones económicas. Si es así, Macri y sus candidatos deberían superar una deficiencia. Sus apelaciones siguen el mismo patrón del año 2015. Pero entre aquella campaña y ésta hubo una mutación fundamental: Cambiemos y, sobre todo, Pro, son el Gobierno. El gran candidato, ahora, es la gestión. Un candidato al que todavía no se le ha inventado un marketing.