La caída en desgracia de Omar "Caballo" Suárez, el cuestionado líder del Sindicato de Obreros Marítimos Unidos (SOMU) detenido por graves denuncias de extorsión, asociación ilícita y administración fraudulenta, fue una de las mejores noticias que recibió el presidente Mauricio Macri en horas en que se desarrollaba el rutilante Foro de Inversiones y Negocios. Y no precisamente porque este gremialista con fama de pendenciero que creía que todo lo que flotaba le pertenecía fuese uno de los caciques sindicales preferidos de Cristina Fernández de Kirchner. La razón de la satisfacción que se podía percibir en la Casa Rosada ante la detención del "Caballo" guarda relación con un viejo reclamo de empresarios y potenciales inversores: el llamado costo argentino.

Es sabido que, a la hora de justificar la lentitud con que se toman decisiones vinculadas con inversiones de riesgo, los empresarios esgrimen motivos tales como la alta inflación, la conflictividad y litigiosidad laboral, los elevados costos de producción en dólares y cierta inseguridad jurídica. En la óptica del Gobierno, el procesamiento y la detención de Suárez vienen a dar de algún modo respuesta a un costo oculto que afrontan no pocas empresas en determinadas actividades económicas del país. Ese costo oculto no es otro que la frecuente extorsión a la que algunos empresarios son sometidos por sectores sindicales que, detrás de supuestas reivindicaciones obreras, sólo procuran oscuros beneficios para sí mismos.

No es casual que cerca de Macri se subraye que la Argentina tiene el costo logístico más alto del mundo y que, en los últimos meses, se está poniendo fin a un sobrecosto portuario que, durante la década kirchnerista, podría estimarse en unos 9500 millones de dólares.

A cuestiones como ésa se refieren los funcionarios del gobierno nacional cuando, como Alfonso Prat-Gay, hablan de la necesidad de que los empresarios e inversores que están mirando a la Argentina "entiendan la profundidad del cambio".

Los movimientos de Macri y de sus primeras espadas han sido muy claros en los últimos días: apuntaron a instalar la idea de que se está gestando un clima de negocios en la Argentina. Estos gestos vinieron precedidos de algunas declaraciones que observadores desapasionados juzgaron como excesivamente optimistas: Prat-Gay había dicho que la inflación dejó de ser un problema, Francisco Cabrera había anunciado que el consumo dejó de caer y, finalmente, Jorge Triaca destacó que el empleo también dejó de caer y comenzó a mejorar.

Sí es posible que, a partir de la llamada "mini-Davos" llevada paradójicamente a cabo en el Centro Cultural Kirchner, exista mayor conciencia de que la Argentina vuelve a estar en el mundo. El drama del gobierno macrista es que la lluvia de inversiones no se producirá de la noche a la mañana. Cualquier proceso de inversión productiva de largo aliento, el único capaz de generar nuevos empleos genuinos en el sector privado, demora muchos meses o años. Y la paciencia de la sociedad carece de un horizonte de largo plazo.

Las dudas de tipo político no son menores tampoco. Los representantes de empresas extranjeras se complacen con el discurso de Macri, pero a la vez se preguntan si las reglas económicas seguirán vigentes dentro de cuatro años.

La amenaza de medidas de fuerza por parte del sindicalismo reunido en la nueva CGT no deja de inquietarlos. Puede reflejar un movimiento de resistencia social al abandono de las políticas populistas y a la búsqueda del equilibrio fiscal. Frente a esta lucha que puede avecinarse, el Poder Ejecutivo viene intentando apuntalar los puentes de diálogo con el gremialismo, reservándose cartas para negociar. Un ejemplo podría ser el proyecto de reforma del impuesto a las ganancias sobre los salarios, cuya clave es un gradualismo que ya ha comenzado a irritar a quienes esperan terminar tributando mucho menos. ¿Será ésta la próxima llave para negociar con los caciques sindicales?