En los prolijos campos del Estado de Illinois, en Estados Unidos, el problema se ve desde la ruta. En los lotes de soja aparecen manchones de malezas que resisten hasta cinco modos de acción de herbicidas y se hay una preocupación más: la deriva de las pulverizaciones hacia el potrero de al lado y también hacia el agua del suelo.

Lo contó George Czapar, decano de la Universidad de Illinois y doctor en Agronomía, en una conferencia conjunta del Congreso de Aapresid, que dio junto a Susana Hang, investigadora de la Universidad Nacional de Córdoba, sobre los riesgos asociados a la mala utilización de herbicidas.

Es un desafío doble, porque los productores tienen que lidiar con la resistencia de cada vez más malezas al mismo tiempo que piensan cómo hacer una agricultura más sustentable y con el menor impacto ambiental posible. En Estados Unidos, además, con la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) monitoreando muy de cerca los efectos de cada molécula. Czapar recordó que este año se modificó la etiqueta del herbicida Dicamba, que se clasificó como un producto de uso restringido.

Los “farmers” de Illinois se están volviendo locos con la resistencia del yuyo colorado y un tipo de cáñamo -algunos llegaron a hacer labranza convencional para intentar controlar el problema- y los preocupa en serio el tema de la deriva, al punto que este año más de 11.000 aplicadores participaron de las jornadas de capacitación para un uso responsable, eficiente y seguro de las tecnologías.

Lo que están intentando hacer -para salir de la encrucijada- es acordar un plan de manejo. “Desarrollar una coalición entre científicos, productores y expertos en el ambiente para gestionar el manejo de los herbicidas y también evitar la pérdida de nutrientes, como fósforo y nitrógeno, que es altísima”, reconoció Czapar.

En la Argentina, Hang viene estudiando con lupa lo que sucede con cada molécula de herbicida en el suelo. “Sabemos que tenemos que lidiar con moléculas problemáticas y también con malezas resistentes, pero también nos llamó la atención que persistieran en el suelo moléculas que son biodegradables”, advirtió.

Se traba de analizar porqué moléculas de atrazina, metosulfurón o dicamba siguen en el suelo -luego de 6 o 9 meses- y porque los microorganismos del suelo no las degradan en todos los casos. Comprender estás complejas interacciones es esencial para el ajuste fino del manejo y para evitar riesgos. “Esta claro que nadie quiere estas moléculas en el vaso de agua que toman nuestros hijos”, planteó.

También recordó lo que sucedió con el glifosato, un herbicida biodegradable pero que necesita ser reemplazado por el mal uso y la emergencia de las resistencias. ¿Qué se puede hacer? Muchas cosas, como saben los productores argentinos, pero hay que comenzar por medir el problema con alta precisión en el lote. Una alternativa son los bioensayos, que son buenos y baratos -aseguró Hang-, pero hay que hacerlos con cuidado y profesionalismo para que los resultados sirvan.