Júlio César Busato hizo una apuesta descabellada cuando a fines de los años 1980 llegó al estado de Bahía: cultivar soja en una de las zonas más secas del país, la sabana brasileña, el Cerrado.

La sabana cubre casi toda la región de la llamada Matopiba, un área de 73 millones de hectáreas -más de dos veces Alemania- entre los estados de Maranhão, Tocantins, Piaui y Bahía, de la que toma esas siglas.

La apuesta resultó exitosa. Entre 1988 y 2008, la producción de soja en esa región pasó de 418.400 toneladas a 5,7 millones de toneladas anuales y superó los 10 millones en 2015.

La región que incluye Matopiba representa actualmente cerca de un 10% de la cosecha nacional de cereales y de semillas oleaginosas y su producción debería aumentar entre 29% y 60% en los próximos diez años, según las proyecciones del gobierno brasileño.

Estas perspectivas son prometedoras para Brasil, primer exportador y segundo productor mundial de soja, detrás de Estados Unidos.

El gigante latinoamericano podría superar al norteamericano el año que viene, especialmente gracias a los buenos resultados del oeste de Bahía que, después de un grave periodo de sequía, alcanzó en 2017 un volumen de producción récord y un nivel de productividad de 62 sacos por hectárea, superior a la media nacional.

"Cuando llegué, la hectárea estaba casi 100 veces menos cara que en mi región natal", explica a la agencia AFP Júlio César Busato, con una camisa blanca dentro de sus jeans y un sombrero panamá en su cabeza, el porte clásico de los agricultores del sur de Brasil.

Hace más de 30 años, este hijo de pequeños productores de soja de Rio Grande do Sul, diplomado en agronomía, comprendió que a mediano plazo su familia no podría prosperar en su terreno y que les sería difícil comprar nuevas parcelas allí.

Empezó a apostarle a Bahía, en el noreste. Comenzó por alquilar un campo, donde plantó 880 hectáreas de soja, una superficie diez veces mayor que la de su terreno en el sur.

Tres años más tarde, compró 2.300 hectáreas para lanzar su propia explotación. Sus hermanos y sus padres llegaron para apoyarle.

Como esta familia, a partir de los años 1970 y sobre todo 1980, centenares de ganaderos y agricultores vendieron sus pequeñas propiedades para probar suerte en ese nuevo El Dorado, animados por las autoridades.

"Nos sumergimos en la sabana. No había agua corriente ni electricidad y, por tanto, tampoco teléfono ni heladera. La ciudad más cercana estaba a seis horas de carretera", recuerda el agricultor.

Cuna de los principales ríos del país y con suelos llanos y profundos, el Cerrado brasileño -que se extiende por una decena de Estados- ofrece condiciones excelentes para abrir campos de cultivo inmensos y explotaciones agrícolas irrigadas y mecanizadas.

Con periodos de sequía y de lluvias normalmente bien definidos, permiten obtener dos cosechas por año, en particular de maíz.

"Pero la tierra era de mala calidad. Tuvimos que crear nuestro propio método de producción, aprender a preparar el suelo para que fuera homogéneo y escoger las buenas variedades de semillas y de fertilizantes. Sin la transformación de la tierra y sin tecnología, no hubiéramos podido producir nada", rememora Júlio César.

Los esfuerzos de quien es considerado como uno de los pioneros de la región acabaron por dar frutos: hoy Júlio César Busato, también presidente de la Asociación bahiana de productores de algodón, encabeza un imperio agrícola millonario que emplea a más de 500 personas y cuenta con 41.000 hectáreas, de la cuales 23.000 son de algodón y 14.000 de soja.

El empresario observa con interés el desarrollo de la guerra comercial entre China y Estados Unidos, pero no quiere pronunciarse de momento sobre los efectos que podría tener una reorientación de la potencia asiática hacia Brasil para evitar las tasas norteamericanas.

En mayo, cuando el conflicto ya era amenazante, China, el primer cliente de Brasil, había absorbido un 80% de la soja exportada por Brasil, según la agencia AgriCensus.