Tengo una idea. Esas tres palabras parecen ser las que en estas horas complejas se repiten con frecuencia en el poder. Puede dispararla un ministro, un secretario o un funcionario de tropa. Apunta siempre a lo mismo. Facilitarle al Gobierno una salida del atolladero en que lo metió la discusión por el ajuste de tarifas. Es decir: se sabía desde el año pasado que el gas, sobre todo, y la luz volverían a aumentar. Habría faltado previsión política por un motivo: el macrismo supuso que a esta altura iba a poseer una oferta económica –la inflación-- más seductora de la que tiene para la sociedad. Tampoco contaba que la transparencia de la gestión, en ciertos nichos, permanezca bajo la lupa popular.

Primero el Gobierno no midió adecuadamente el golpe al bolsillo. Mauricio Macri se encandiló demasiado, a lo mejor, con las cifras que le acercó Juan José Aranguren, el ministro de Energía. ¿Qué señalaron? Que a pesar a los aumentos registrados durante el 2017 no habían mermado ni los consumos masivos de gas ni de electricidad. Fue como colocar el ojo en una mirilla. Es cierto que se trata de una conducta cultural que tiene dos explicaciones. El promedio de los ciudadanos sigue creyendo que la Argentina es un país con riquezas incontables. Una historia vieja. Después de la gran crisis la sociedad se habituó a las facilidades que brindó el kirchnerismo. Mantuvo las tarifas encorsetadas desde el 2003. Cristina Fernández insinuó en el 2011 la posibilidad de recurrir a la “sintonía fina” para bajar subsidios. Quedó en la nada no bien visualizó las primeras resistencias.

El equívoco del Gobierno radicó en la estrechez de la observación. No reparó, por ejemplo, en una contradicción fenomenal. Común en comportamientos colectivos. Aquellos consumos, es cierto, no cayeron. Pero lo de los alimentos, sí. Ese parece ser el primer reflejo de la gente a la hora de ajustar el cinturón. Hace tres años, un lapso que abraza el ciclo kirchnerista, que aquel rubro básico viene en declinación. En parte modificó hábitos de consumo. La del hipermercado por el mayorista o el comercio minorista. Pero también va dejando un lastre de desocupación. En tres años se perdieron en el sector casi 50 mil puestos de trabajo.

Tampoco el ajuste de tarifas formó parte de la agenda previa de Cambiemos. El debate afloró cuando las cartas estuvieron echadas. Pese a que la estrategia tarifaria, también para la oposición, había quedado establecida cuando se realizaron las audiencias públicas. Aquel debate no debe representar ninguna señal de alarma. Porque los conglomerados políticos funcionan de esa manera. Aunque también resultaría conveniente evitar el desgaste público innecesario. La Argentina carece de tradición y cultura en torno a gobiernos multipartidarios. De allí que cada diferencia interna sea capaz de apreciarse como una crisis.

Otras naciones más calificadas en ese terreno no le temen a dichos problemas. El Frente Amplio gobierna Uruguay desde hace una década bien larga. Administra la principal ciudad del país, Montevideo, desde 1990. Los dos líderes destacados han tenido contrapuntos memorables por temas de alta sensibilidad. Tabaré Vázquez, actual mandatario, resistió internamente la legalización de la venta de marihuana que sancionó una ley del Congreso cuando reinaba José Mujica. Vázquez impuso ciertas restricciones no bien inició su segundo período en el Palacio Libertad. El frenteamplismo, con todos sus incordios, sigue gozando de buena salud.

En Cambiemos, el debate hizo ruido por las advertencias de Elisa Carrió y del radicalismo. El Presidente aceptó una salida de consenso que contempla la posibilidad de prorratear el pago de las cargas tarifarias, incluso fuera de estación. Aunque siempre queda boyando un interrogante: ¿le importa más a Macri fortalecer la coalición o consolidar sobre todo al PRO? Eso puede verse reflejado en las candidaturas para las elecciones del año que viene. El radicalismo quiere recuperar espacio perdido.

Aquella duda contó esta semana con otro condimento. Emilio Monzó dejó trascender que no renovará su banca en el 2019. Dejará de ser entonces el titular de la Cámara de Diputados. El teatro donde el Gobierno compuso la mayor parte de sus acuerdos con la oposición para sancionar leyes que afianzaron la noción de gobernabilidad.

Las diferencias con Monzó surgieron durante el primer año de gestión. Cuando el diputado consideró que era inteligente y factible –oteando el horizonte-- cooptar a sectores del peronismo mareados por la diáspora en que lo había sumido la derrota del 2015. Se estrelló contra la negativa de Marcos Peña y el macrismo rancio. Donde la prédica del ecuatoriano Jaime Durán Barba acostumbra a permear. Para ellos, aquel mecanismo hubiera implicado un retorno a las antiguas prácticas políticas de las cuales el PRO reniega. Pero no siempre.

Durante el 2017 esa visiones contrapuestas se acentuaron. En el Congreso el oficialismo intentó articular acuerdos que la Casa Rosada se encargó de bloquear. La colisión de Monzó no fue solo con el jefe de Gabinete. También con María Eugenia Vidal por su política de alianzas circunstanciales con Sergio Massa en Buenos Aires. El ex ministro peronista de Felipe Solá sintió entonces que no tenía más lugar.

La decisión de apartarse en el 2019 fue conversada personalmente con Peña. De inmediato se enteró Macri. Nadie intentó persuadirlo de lo contrario. Si un pacto con sectores peronistas para ampliar la base de Cambiemos fue objetado por viejo, ¿qué podría suceder a futuro con el radicalismo? Es el interrogante que da vueltas ahora en el principal socio de la Coalición.

La anticipación con que fue filtrada la salida de Monzó plantea otra duda. ¿Cómo hará el Gobierno en Diputados para sellar acuerdos con la oposición en el largo recorrido que falta hasta el 2019? El oficialismo, en ese sentido, podría quedar debilitado. Aunque es cierto que el Congreso difícilmente ocupe hasta después de las elecciones el centro de gravedad de la escena.

El corrimiento de Monzó podría potenciar el protagonismo de Rogelio Frigerio. De hecho, el ministro del Interior comandó en compañía de Aranguren el incipiente acuerdo con los gobernadores que exhibe dos patas. El financiamiento de la tarifa social. Sobre este punto existe unanimidad. La baja de las tasas provinciales, en cambio, continúa en debate. Más allá del fuerte gesto político que hicieron Vidal y Horacio Rodríguez Larreta para amortiguar en Buenos Aires y la Ciudad el impacto de los ajustes tarifarios. El resto de los gobernadores, incluso los radicales Alfredo Cornejo (Mendoza) y Gerardo Morales (Jujuy), subrayan que no existen equivalencias con los distritos más poderosos del país. Se conoce el frondoso volumen de recaudación en Capital. La gobernadora bonaerense, por su lado, fue beneficiada con fondos extraordinarios –este año $ 40 mil millones-- extraidos de la sanción de la reforma previsional.

La discordia podría representar una plataforma propicia para la convergencia peronista. Juan Manuel Urtubey, de Salta, con aspiraciones presidenciales, se apuró a cuestionar el vínculo fiscal que existe entre la Nación y las provincias. Domingo Peppo, del Chaco, y Carlos Verna, de La Pampa, lo secundaron.

Aquella convergencia resulta todavía confusa. Ayer, el peronismo federal lideró un plenario de comisiones en Diputados al que se sumó el kirchnerismo. Pero el propio FpV boicoteó la semana anterior una sesión en la Legislatura bonaerense fogoneada por el PJ y el massismo para frenar la aplicación del aumento de tarifas. Todos volverán a encontrarse hoy para forzar con quórum propio una nueva sesión que tiene dos metas: resarcirse del fracaso de la semana pasada y comprometer públicamente de nuevo a Cambiemos.