En agosto de 2005, la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario emitió la resolución 645/05 que suspendía la faena de bovinos cuyo peso fuera menor de 260 kilos (llevado más tarde a 300 kilos), con el objetivo de aumentar la oferta de carne vacuna en el mercado. Nacía así la regulación conocida como "peso mínimo de faena". Los considerandos de la regulación son simples: si se incrementase el peso promedio de los animales faenados habría una oferta adicional de carne y eso sería conveniente a los fines de adaptar el mercado a la mayor demanda externa y a un consumo interno en expansión.

Sin embargo, el razonamiento que justifica la resolución es falaz y no tiene ningún fundamento económico, dado que la producción de carne no puede aumentar por una norma legal. El momento óptimo para faenar un animal es el resultado de una decisión empresaria, y el peso de faena es una variable de resultado (endógena, en términos técnicos) determinada por la tecnología y por los precios relativos vigentes. Una variable endógena podría ser un objetivo de política, pero nunca puede ser un instrumento, y este es un importante fallo conceptual de la medida.

En principio, la regulación no produce ningún cambio en las empresas que ya terminaban animales por encima del peso mínimo. Pero para las firmas que vendían a un peso por debajo del mínimo implicó una restricción adicional y limitó sus opciones.

Dado que la producción de carne se realiza con rendimientos decrecientes, la ganancia de peso se hace a costo marginal creciente: incorporar más kilos cuesta cada vez más caro. Si no cambia el precio de venta, esto resulta en menores beneficios para las firmas, lo que finalmente desalentará la producción. Es decir, la oferta total seguramente será menor luego de la regulación. Por otra parte, un aumento de la oferta se podría dar por un cambio tecnológico que incremente los kilos producidos por unidad de tiempo, manteniendo constante el uso de recursos (área, pasto, maíz, etcétera). Pero la regulación no modifica la tecnología disponible, entonces, es imposible incrementar el stock de ganado o el flujo de kilos de carne que este produce.

La regulación del peso de faena es un factor de ineficiencia económica. En una economía de mercado, faenar un animal es una decisión estrictamente privada que se toma en función de los precios e información disponible, y no existe ninguna razón para que esto se regule desde el sector público. No hay, en este caso, evidencia de externalidades, problemas de información o de coordinación que lo justifiquen. Los funcionarios no tienen entonces motivo alguno para convertir el peso de faena en una decisión centralizada y tampoco la información relevante para decidir por los empresarios ganaderos cuál es el peso conveniente para faenar un animal.

La regulación cambia tardíamente ante una nueva información e impone costos adicionales. Recientemente, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca modificó el peso mínimo de faena, reduciéndolo de 300 a 260 kilos (solo para las hembras) entre el 1º de abril y el 30 de junio, para contemplar el efecto de la sequía en la región pampeana. Lamentablemente, la nueva resolución ratifica las anteriores y asume implícitamente los falaces argumentos de sus considerandos, aun cuando es evidente que solo ha generado costos y propiciado la búsqueda de rentas, tanto en el sector privado como en el público. En este último han prevalecido las "rentas de ego" para los funcionarios, que crearon una compleja panoplia de controles y sanciones, incrementando innecesariamente los ya elevados costos impositivos y regulatorios de la cadena. La inconsistencia de los considerandos de la resolución original y los efectos negativos generados sugieren que toda regulación de peso mínimo de faena, y los controles asociados, deberían eliminarse definitivamente de la normativa. Sería una oportunidad para generar un cambio efectivo en la eficiencia empresaria, propiciar la reducción de los costos de transacción y para reducir la discrecionalidad regulatoria en el sector ganadero.

El autor es economista, profesor de la Ucema e investigador del Instituto de Economía del INTA

Por: Daniel Lema