Al observar lo que ocurre en China y en Rusia no faltará quien exclame: "¡El totalitarismo ha muerto, larga vida a la autocracia!". Con la caída del Muro de Berlín, en 1989, caducó el experimento político que produjo los peores efectos que haya conocido el siglo XX. El sueño -más bien una pesadilla- de levantar un Estado capaz de controlar enteramente la actividad humana bajo la égida de un partido único. De esta organización omnipresente emanaba una ideología transmutada en "religión secular" (son palabras de Raymond Aron) que, se creía, era partera de una nueva historia y, por tanto, de un hombre nuevo.

Este fue el resultado de un fenómeno que se incubó en los escombros de la Primera Guerra Mundial; se trasladó a Rusia; conquistó con Stalin, una vez derrotado el nacionalsocialismo (la otra cara del fenómeno totalitario), la Europa oriental; avanzó luego sobre Asia con la China de Mao, para recalar por fin en América Latina con la Cuba de Castro. Tal fue la geografía del renacimiento de la Revolución en la centuria pasada, entre 1917 y 1989.

Si a partir de 1917 se disparó la praxis de esta utopía, desde 1989 se puso en marcha otra utopía que proclamaba el reinado de la democracia y de los mercados en el planeta. Sin fracturas ideológicas a la vista, esa apuesta a favor de la expansión de las libertades era global; nada, desde aquel momento, podía detenerla. La globalización, que ya se insinuaba con fuerza, se aceleró y no faltaron creyentes que confiaban en una suerte de marcha ineluctable de la libertad política y económica, comparable, por su confianza en la inevitabilidad de las cosas, a la de los antiguos profetas revolucionarios.

Pero esa inevitabilidad, como la anterior, demostró tener patas cortas. Porque mientras el capitalismo ha dado muestras, hasta prueba en contrario, de su fuerza expansiva, la democracia y sus instituciones sufren el embate de nuevas formas de autoritarismo y autocracia. Con un condimento adicional: China, la gran ganadora por ahora en la carrera del desarrollo económico, no es una democracia, sino un régimen autoritario y una potencia mundial.

¿Cómo se explica? En verdad, la transformación del orden totalitario impuesto por Mao en 1949 comenzó, una década antes de que sucumbiera la Unión Soviética, de la mano de Deng Xiao-ping, un líder imbuido de una clara visión de lo que debía hacerse: había, en efecto, que modernizar con asistencia capitalista la estructura productiva sin que sufriera mella el régimen de partido único. Apertura pues de la esfera económica; restricción de la esfera política con un Partido Comunista que ya no pretendía el control total de la sociedad. De totalitario, el régimen pasaba a ser autoritario.

Hasta el momento, China ha mantenido firme el timón de las reformas, aunque en este año sus dirigentes han incurrido en el mismo error del régimen totalitario que precedió a Deng. Cuando este puso en marcha el reformismo, lo hizo bajo el supuesto de que no debía haber líderes dominantes en el partido único. En consecuencia, los presidentes, con un mandato de cinco años, solo podían aspirar a una única reelección (el miedo al culto de la personalidad de Stalin y Mao que desencadenó la muerte en masa era, en este sentido, evidente).

Este sistema de sucesión funcionó sin sobresaltos y trajo la pax intrapartidaria hasta que el actual presidente, Xi Jin-ping, abrevó en las fuentes maoístas al concentrar todos los poderes (gubernamental, partidario y militar) en su persona. Con lo cual, este cambio del modelo de sucesión pacífica dentro del partido único vuelve a plantear una incógnita no resuelta por esta clase de regímenes: la autocracia en el seno del autoritarismo.

¿Podría tener esta modificación de fondo efectos malsanos en el orden internacional? Por ahora parecería que no, aunque nada asegura, ante la embestida de Trump, que el mundo no se interne en una guerra comercial. China insiste, sin embargo, en desempeñar el papel, hacia afuera de sus fronteras, de una autocracia benévola, muy diferente al perfil hegemónico de Vladimir Putin, el nuevo vozhd de Rusia, según se lo llamaba a Stalin.

Como es sabido, Putin ha sido reelegido con un fuerte apoyo electoral. Mientras mantiene bajo control a una oposición débil y a los medios de comunicación, Putin busca recrear de este modo el perfil de un conquistador en su territorio (recordemos la anexión de Crimea), que asimismo marca el paso en Medio Oriente y se inmiscuye en los asuntos soberanos de las democracias occidentales, interviene en elecciones y hasta se da el lujo de envenenar a presuntos opositores en suelo británico.

Para muchos, es una suerte de resurrección de los liderazgos de la Guerra Fría. En todo caso, este ha sido el saldo de la turbulenta transición del régimen soviético en tiempos de Gorbachov y Yeltsin: un Partido Comunista en fuga que dejó un caos económico con poderosas oligarquías, una durísima penuria y, al cabo, un proyecto de reconstrucción bajo la conducción de Putin, un exfuncionario de la KGB (la temida policía de seguridad de la Unión Soviética).

En esa transición, tan diferente de la de China, se fue montando, mientras se estabilizaba la economía, un sistema reeleccionista personificado en el estilo autocrático de Putin. En pleno siglo XXI emergió así una especie de zar electivo, amante de las tradiciones que hoy se reflejan en lo que era la Plaza Roja de los soviéticos. Ese espléndido escenario -me decía un reciente visitante- que hoy remeda el centro de la capital del antiguo régimen de la Santa Rusia con popes y militares haciendo gala de túnicas y uniformes.

Esta revancha del pasado ilustra de qué manera las tradiciones autocráticas se conservan al paso de diferentes experiencias políticas. La pulsión autocrática que conduce a la personalización del poder no es fácil de extirpar. Ha sobrevivido a revoluciones, se ha incrustado en regímenes totalitarios -de Stalin a Mao y de este a Fidel Castro-, ha reaparecido en los actuales regímenes autoritarios de China y Rusia y, para complicación de las democracias, está hoy presente en algunos países del este europeo y arroja señales de advertencia en los Estados Unidos.

¿Estaremos, pues, asistiendo a otro ciclo de líderes fuertes en regímenes autoritarios y a una flaqueza en las democracias que no atinan a renovarse frente a estos desafíos? Hay algo de cierto en estas inquietudes, como si las democracias hubiesen resuelto actuar a la defensiva mientras los nuevos líderes -unos con prepotencia, como Putin; otros con más moderación, como los chinos- toman la iniciativa.

Razón suplementaria para insistir en el valor que reviste la autonomía de la política. A veces se cree ingenuamente que el progreso económico nos traerá, casi de manera automática, el progreso político. No hay tal cosa en la historia porque, como especulaba lord Acton, el progreso moral y político no coincide a menudo con el progreso material.

Por cierto, el logro del crecimiento sostenido nos puede traer la buena nueva de vencer los flagelos de la pobreza y del hambre (como efectivamente acontece en China), pero la incapacidad política nos puede legar el triste espectáculo de la declinación de sociedades que, en esa condición, también escuchan el canto de sirena de líderes prepotentes, xenófobos y expertos en el arte de azuzar instintos. Este parecería ser uno de los dilemas que hoy agitan a las democracias.