Los sondeos confirman que si las elecciones se hicieran ahora, el Presidente resultaría ganador. En la primera o la segunda vuelta, depende de la encuestadora que lo mida, pero sin ninguna duda, zozobra o dificultad. Ganaría a pesar de la caída de expectativas sobre el futuro económico. Se impondría a pesar de que nunca se terminó de recuperar del cimbronazo que su imagen sufrió cuando tomó la decisión de cambiar el sistema de cálculo de las jubilaciones, incluida la quita del aumento a partir de marzo. Triunfaría frente a cualquier candidato del peronismo, de la izquierda o de cualquier otro partido de la oposición, a pesar de la enorme cantidad de errores forzados y no forzados que cometió su administración, empezando por él mismo y el reducido círculo de dirigentes a los que presta mucha atención antes de tomar cada medida relevante.

El Presidente sería reelegido, entre otros importantes motivos, por las mismas razones por las que Cristina Fernández ganó con facilidad las elecciones de diciembre de 2007, razones que, en parte, se repitieron y acrecentaron en diciembre de 2011, cuando ella logró su reelección, un año después de la repentina muerte de Néstor. El principal, pero no único motivo, es que "corre solo". Es decir: para enfrentarlo no hay una mujer, un hombre o una organización con la potencia suficiente y la construcción política previa como para equiparar las chances. Y esto no tiene que ver con las categorías esquemáticas de la llamada "vieja política" o "nueva política". Para decirlo sin rodeos: a pesar de que toda la maquinaria electoral de Cambiemos presenta a Macri como un exponente de la nueva política, la verdad es que el ingeniero hace más de 20 años que empezó a trabajar para ser presidente.

Desde el mismo instante en que le dio la espalda a su padre, Franco, y renunció a su legado para disputar las elecciones frente a Antonio Alegre en Boca, que terminó ganando, con comodidad, por 4415 contra 2643 votos, en 1995. O quizá un poco antes, cuando fue secuestrado, mantenido en cautiverio y liberado, en 1991, después de que su hermano de la vida Nicolás Caputo pagó los seis millones de dólares del rescate a una parte de "la banda de los comisarios". El secuestro lo volvió ampliamente conocido. E incluso generó cierta empatía en una parte de la sociedad, por las características del suceso.

Quizá su propio secuestro haya sido el hecho que le hizo pensar que podía presentarse y ganar elecciones. Primero, de un club de fútbol muy popular, donde era esperable que sus maneras de niño bien le jugaran en contra. Después, en la ciudad, previo paso por la "escuelita" del Congreso Nacional, donde juró no volver nunca en calidad de diputado, porque fue el ámbito político donde más se aburrió en toda su carrera.

A principios de 2011 anunció a los integrantes de lo que él mismo denomina "círculo rojo" que competiría contra Cristina. Pero la desaparición física de Néstor y un notable repunte de la economía lo hicieron desistir. O mejor dicho: lo hizo recular el mismísimo Jaime Durán Barba, quien presentó su irrefutable argumento de una forma breve y brutal, como le gusta hacerlo siempre: "Es imposible ganarle a una viuda en luto permanente y con la economía en ascenso". En ese momento, su partido, que todavía no era nacional, entró en un profundo debate. Una interna entre quienes sostenían que había que enfrentar a Cristina aun sabiendo que se iba a perder y los que decían que eso mismo pondría en riesgo la posibilidad cierta de que Macri se transformara en presidente en diciembre de 2015.

Ganó, como se sabe, la segunda opción, y casi inmediatamente después un equipo, en el que se encontraban Marcos Peña, María Eugenia Vidal, Miguel de Godoy y Pablo Avelutto, entre otros, se dividió un trabajo de hormiga que terminó dando sus frutos varios años después. Ellos salieron a convencer al periodismo de que esta vez iba en serio. De que enfrentarían y le ganarían al Frente para la Victoria, un sello que por ese entonces poseía chapa de invencible.

Es redundante recordar ahora cómo funcionó la máquina electoral de Cambiemos aceitada con las decisiones políticas correctas, como la incorporación de la Unión Cívica Radical, a través de Ernesto Sanz, y la Coalición Cívica, de Elisa Carrió. Tampoco se debería soslayar la enorme cantidad de errores que cometió la propia Cristina Fernández. Desde la ruptura de la promesa que le había hecho a Florencio Randazzo, de habilitar una interna contra el exgobernador Scioli, hasta la unción de Aníbal Fernández para competir contra Vidal, lo que generó el batacazo electoral más importante de la historia de la provincia de Buenos Aires y el consecuente triunfo de Macri a nivel nacional.

Es verdad. En la Argentina cada minuto parece un siglo y los cisnes negros aparecen cada dos o tres meses. También es cierto que todavía faltan un año y casi ocho meses para la próxima elección presidencial. Pero ¿quién está hoy en condiciones de hacerle sombra, dentro o fuera de Cambiemos, a la pretensión de Macri de volver a intentarlo? Ni siquiera María Eugenia Vidal, con quien el Presidente mantiene un pacto indestructible. Y mucho menos Horacio Rodríguez Larreta, un maratonista político de marca mayor, cuyo próximo objetivo es volver a ganar la jefatura del gobierno de la ciudad, pero con más votos y más acumulación de los que logró en los últimos comicios. Tanto la gobernadora como Rodríguez Larreta van a ir a lo que sienten como seguro: un nuevo mandato en sus propios distritos. Y después sí: habrá que ver si el Presidente, finalmente, tiene la capacidad que no mostró ninguno de sus antecesores: el arte de administrar su sucesión, sin ponerle piedras en el camino al que venga mejor posicionado.

Todas estas elucubraciones futuras no solo deben tomarse como una mera especulación. Porque hay en la mirada estratégica de Cambiemos la idea de lograr un cambio cultural virtuoso y perdurable, sin estadísticas serrucho con picos de crecimiento sorprendentes y caídas tan bruscas y pronunciadas que terminan generando infartos masivos e hiperconsumo de ansiolíticos y antidepresivos. Durante mucho tiempo, algunos periodistas que seguimos la actualidad política nos preguntamos por qué Macri, en determinado momento, se enojó tanto con el líder de 1 País, Sergio Massa. Cada uno, como siempre, cuenta la versión que más le conviene. Sin embargo, la del Presidente es digna de analizar. Macri dice que en aquel primer viaje a Davos, cuando ya él había asumido, le ofreció al exintendente de Tigre trabajar juntos para su propia reelección -la de Macri- en 2019 y después allanar, también juntos, el camino para que Massa compitiera y ganara en 2023, con más canas, más experiencia y una creciente imagen de previsibilidad. El Presidente agrega que pensó que esa charla podía ser el principio de una larga y fructífera sociedad política, pero se desencantó casi de inmediato cuando comprobó que el exjefe de Gabinete de Cristina le empezaba a plantear una oposición con pretensión de alternativa de poder inmediata. Por eso Macri, durante las últimas legislativas, parecía más preocupado por los votos que estaba perdiendo Massa que por la derrota de Cristina, a quien siempre eligió como la adversaria ideal.

El jefe del Estado es un ingeniero. Proyecta distancias, tiempo y ahora también el humor social. Por eso le preocupa tanto el timing. Quiere llegar a las próximas presidenciales justo a tiempo como para ganarlas sin atenuantes.