A comienzos de este año, el presidente Macri firmó el DNU 27/2018 de necesidad y urgencia, que lleva por título "Desburocratización y simplificación" y deberá ser ratificado o rechazado por el Congreso Nacional. Se trata de un decreto bastante inusual, conformado por un "visto", unos 320 "considerandos" y 192 artículos. En sus casi 400 fojas, abarca una enorme variedad de temas y cuestiones. Algunos de ellos, como la eventual embargabilidad de las cuentas sueldo y la autorización para que la Anses pueda operar con mayores grados de libertad en el mercado financiero, han merecido fuertes cuestionamientos por parte de la oposición.

Varios considerandos del decreto sugieren su real intención: cumplir con algunas de las condiciones de ingreso del país, como miembro pleno, a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), iniciativa en la que está empeñado desde hace un tiempo el actual gobierno. La OCDE exige para ello adecuar la normativa interna del país: eliminar figuras jurídicas que entorpezcan y demoren la acción del Estado y del sector privado, afecten su productividad o puedan dar lugar a prácticas no transparentes; y adoptar otras que potencien los mecanismos del mercado comercial. En definitiva, la mayor eficiencia y la mayor transparencia normativa tenderían a reducir en parte el llamado "costo argentino".

Por lo tanto, desburocratización y simplificación deberían significar la adopción de medidas que eliminen trabas innecesarias al desarrollo de las actividades económicas y reduzcan aquellos costos de transacción con el Estado que reconocen una lógica puramente burocrática y reglamentarista. Una lógica solo explicada por la inercia o por necesidades de autorreproducción de parcelas y quioscos del aparato estatal, y no por un genuino e irrenunciable rol verdaderamente regulador de los desvíos y excesos del capitalismo.

Si se produjeran los impactos que la norma atribuye a este paquete de medidas, se obtendría -según la estimación oficial- un ahorro total para los sectores público y privado de 100 mil millones de pesos, el 1% del PBI. Tales resultados también repercutirían sobre el índice de competitividad del país, indicador importante para comparar su capacidad para competir en los mercados mundiales. Existe una notable coincidencia entre integrar la OCDE y ocupar los primeros lugares en este ranking. El índice de 2017, que publica el Foro Económico Mundial, ubica a nuestro país en el lugar 92 sobre un total de 137 países para los que existen datos, superando en América Latina únicamente a Paraguay, Honduras, República Dominicana, Ecuador y Venezuela.

Todavía es prematuro evaluar si la aplicación del DNU podría llegar a reducir el tan mentado "costo argentino", ya que muchas de sus disposiciones -si es que llegan a ser convalidadas por el Congreso Nacional- deberán ser reglamentadas. Limito entonces esta nota a algunas reflexiones sobre las condiciones que ofrece la Argentina a quienes desarrollan negocios en el país, aspecto crítico del "costo argentino" que el DNU promete reducir.

Desde hace años, el Banco Mundial mantiene una base de datos comparativa y actualizada sobre las facilidades que ofrecen los países en esta materia. Por ejemplo, para abrir un negocio, tramitar permisos, obtener electricidad, proteger a accionistas minoritarios, lograr facilidades para el pago de impuestos y asumir la carga que implican, conseguir que los contratos se cumplan, obtener créditos o resolver situaciones de insolvencia. El Banco elabora un ranking entre 190 países, que mide el grado en que facilitan cada una de estas transacciones para, finalmente, promediar los valores otorgando un puntaje total que denomina "distancia a la frontera" (DAF), es decir, al máximo valor histórico registrado hasta ahora: cuanto más se acerca a 100 el puntaje, menor es la distancia a esa frontera ideal.

Nueva Zelanda y Singapur, miembros de la OCDE, encabezan el ranking, con 86,55 y 84,57 puntos, respectivamente. Lo cierran Venezuela, Somalía y Eritrea, en los lugares 188, 189 y 190, con 30,87, 22,87 y 19,98 puntos. La Argentina ocupa el lugar 117, con 58,11 puntos, por debajo del promedio mundial. Los países latinoamericanos miembros de la OCDE registran valores cercanos a los de los socios mayores: México, con 72,27 puntos, y Chile, con 71,22, ocupan los puestos 49 y 55.

Resulta significativo que ninguno de los 35 miembros de la OCDE tiene una DAF inferior a 70 puntos. Incluso los países latinoamericanos que están negociando su ingreso como miembros plenos, como Colombia y Costa Rica, casi alcanzan ese valor. Esto significa que, comparativamente, han creado condiciones más favorables que la mayor parte de los demás países para facilitar los trámites y reducir las trabas existentes en los vínculos con la burocracia estatal, aunque eso no implica que estos países hayan declinado cumplir un esencial papel regulador. No debe confundirse desburocratización y simplificación con desregulación. La mayoría de los países que integran la OCDE poseen fuertes aparatos reguladores y un alto grado de intervención en la economía. Desde 1995, y especialmente desde el comienzo de la actual crisis financiera mundial, la Organización adoptó estrictos principios y políticas regulatorias que los países deben observar. El test final de su eficacia es la medida en que los efectos de la regulación impactan positivamente sobre el bienestar de la población, en comparación con una posición prescindente del Estado.

Sería indeseable que el actual gobierno desmantelara o debilitara los organismos reguladores existentes, como sí ocurrió durante la década del 90 cuando la administración menemista llegó a crear una subsecretaría de desregulación responsable de eliminar, prácticamente, toda forma de injerencia estatal en la economía, dejándola librada a la "mano invisible" del mercado.

Tampoco debe confundirse desburocratización con reducción del tamaño del Estado o del empleo público. Ciertamente, Menem redujo en pocos años la dotación total del gobierno nacional de 900.000 empleados públicos a poco más de 300.000, por vía de privatizaciones, descentralizaciones, desregulaciones, retiros voluntarios, etc. Nada de esto parece estar en los planes del actual gobierno, que ni siquiera modificó significativamente la sobreexpandida dotación recibida del gobierno anterior. Sin embargo, es bastante probable que como consecuencia de la simplificación y digitalización administrativa se produzcan excedentes de personal, lo cual exigirá adoptar medidas sobre su destino.

Al respecto, habría que considerar, de una vez por todas, el síndrome "sobra-falta", característico de las burocracias estatales. Seguramente se comprobaría que hay menos enfermeras por médico que las necesarias o que sobran ordenanzas y falta personal para atención al público. Es decir, el redimensionamiento de las plantas no debería basarse en decisiones discrecionales o casuísticas, sino en una tarea de planificación permanente de las futuras plantas de personal, que permita determinar, sobre bases técnicas disponibles, cuál debería ser la composición de los elencos gubernamentales en las diferentes áreas de gobierno. Sería hora de que tal voluntad planificadora se instalara definitivamente en la gestión pública, de modo que el "tamaño del Estado" no dependa solo de la voluntad expansiva o jibarizadora de quienes nos gobiernan.

El autor es investigador titular de Cedes, área política y gestión pública