Son décadas de arrastre de ideas erróneas que nos han sumido en la declinación económica y social. De la acumulación de falacias, sofismas y posverdades, hay tres ideas fundamentales que constituyen el núcleo duro de la resistencia conservadora populista.

La primera idea errónea que arrastramos desde que éramos colonia española es la idea de que hay bienes públicos gratuitos. En la Argentina estamos habituados a hablar de educación pública gratuita, universidad gratuita, salud pública gratuita, transporte público gratuito, etc. En otras culturas donde hay mayor conciencia de la relación presupuestaria entre ingresos y gastos para financiar la prestación de bienes y servicios públicos se habla de educación pública de "acceso libre", de salud pública de "acceso universal" o de transporte público "sin cargo" para ciertos usuarios. Es que no hay bienes públicos gratuitos y aquellos pocos que podrían presumir de serlo (como el caso de un clima saludable) están expuestos a la llamada "tragedia de los comunes", donde todos abusan de un recurso limitado que comparten, al que terminan destruyendo aunque a ninguno le convenga.

Ya Aristóteles en La Política destacaba "...el poco interés que se tiene por la propiedad común, porque cada uno piensa en sus intereses privados y se cuida poco de los públicos, si no es en cuanto le toca personalmente...". La caracterización económica básica de un bien público es la de que nadie puede evitar que mi uso o consumo excluya el uso de otros. Esa condición hace que todos tengan un incentivo para disimular la demanda de esos bienes públicos a fin de evitar pagar su parte proporcional de los costos. Como los individuos no revelan sus preferencias de consumo de esos bienes, no se puede establecer un precio de transacción y por eso el presupuesto público se hace cargo de financiarlos con los impuestos que pagamos todos. Un típico bien público es la defensa. Ni la educación ni la salud son bienes públicos típicos, pero por sus externalidades positivas en la sociedad se justifica su prestación pública con cargo al financiamiento presupuestario.

El divorcio entre la prestación de un bien público y su financiamiento con impuestos se remonta, según Roberto Cortés Conde, a nuestra etapa virreinal. En el virreinato del Río de la Plata los bienes públicos básicos de aquella época se financiaban casi en un 80% con las regalías de las minas de plata de Potosí. Muy distinto a lo que sucedía en las colonias de América del Norte, donde la revolución independentista fue gatillada por la creación de nuevos impuestos por parte del Parlamento inglés, en el que las 13 colonias no tenían representación ("no hay impuestos sin representación de los que tienen que pagarlos").

La disociación entre la prestación de bienes públicos y los recursos para pagar su costo nos acompañó toda la historia, pero se transformó en falacia cuando el populismo enmascaró la supuesta gratuidad del acceso o prestación con la institucionalización del perverso impuesto inflacionario (que no tiene sanción ni control parlamentario y no es coparticipable). Así nos han hecho creer, por ejemplo, que una tarifa de gas y luz que llegó a ser subsidiada en un 90% era un nuevo bien público casi gratuito, cuando los subsidios los estábamos pagando nosotros vía impuestos con nombre y apellido, o a través del impuesto inflacionario. Claro, hay vivos que se benefician más del subsidio y a su vez eluden el impuesto inflacionario. La evidencia ha demostrado categóricamente que el mecanismo benefició más a los ricos que a los pobres. La idea de la gratuidad de los bienes públicos y la consiguiente falta de correspondencia entre los ingresos y los gastos presupuestarios promueven el desbarajuste de las cuentas públicas con un agujero fiscal que nos condena al atraso cambiario y a la falta de competitividad.

La segunda idea errónea que arrastramos desde hace décadas (desde que en los años 30 del siglo pasado perdimos la inserción estratégica en el orden mundial) es la idea de la fatalidad de nuestro subdesarrollo. La idea más estilizada divide aguas entre países centrales (exportadores de tecnología) y países periféricos (exportadores de materias primas), pero a la sociedad le llega el mensaje de victimización: nuestro subdesarrollo es la consecuencia del desarrollo de los otros. Es un destino signado por el deterioro de los términos de intercambio (precio de lo que exportamos respecto de lo que importamos) con el que solo se puede lidiar -para atenuar sus efectos- con una estrategia de sustitución de importaciones. La evidencia comparada de desarrollo en países de nuestra característica descalifica esta idea, pero el populismo autóctono la sigue validando por su elixir exculpatorio. La culpa de nuestros fracasos la tienen los otros. La sustitución de importaciones ha dominado la estrategia productiva y es responsable del sesgo antiexportador argentino. Su falacia transformó lo que debe ser una incubadora de nuevas industrias (protección a término de una industria infante) en una carpa de oxígeno sine die de muchas industrias ineficientes y moribundas.

La tercera idea del núcleo duro del conservadurismo populista es aquella de "vivir con lo nuestro". Fue popularizada por el doctor Aldo Ferrer en un libro que lleva ese título y cuya primera edición data de 1983. La idea propicia un esquema de desarrollo autónomo en una economía relativamente cerrada basada en capitales propios y protegida de los flujos internacionales (de capitales y préstamos externos). La idea se vuelve falaz cuando se cae a cuenta de las restricciones que plantea el ahorro doméstico para sostener las tasas de inversión y crecimiento que pueden desarrollarnos y crear empleo. La tasa de inversión bruta en la Argentina promedió en la última década el 15% del producto, cuando en la región latinoamericana promedió un 22%. La contracara de la baja tasa de inversión ha sido la baja tasa de ahorro doméstico, también de alrededor del 15% entre las familias y las empresas. El sector público consolidado, en cambio, viene de déficits consecutivos (desahorro), que el año pasado alcanzaron el 8% del producto. Ese desahorro público se está financiando en parte con emisión y en parte con endeudamiento externo, lo que termina impactando en el déficit de cuenta corriente externa. La idea errónea de que los capitales internacionales o el endeudamiento externo nos hacen dependientes y terminan haciendo explotar la economía no repara en las causas del déficit de ahorro interno que son las que nos han transformado en "defaulteadores" seriales.

Las tres ideas erróneas se retroalimentan en un círculo vicioso. Porque creemos que hay bienes públicos gratuitos, convivimos con inflación crónica, desbarajustes fiscales y atraso cambiario, que a su vez nos hacen dependientes de una producción orientada al mercado doméstico con exportación de saldos, lo que a su vez nos condena al aislamiento y a vivir con lo que nos va quedando de lo nuestro. Si Keynes tenía razón, las ideas, para bien o para mal, son más poderosas que los intereses. Para desarrollarnos hay que cambiar estas ideas.

El autor es Doctor en Economía y doctor en Derecho

Por: Daniel Gustavo Montamat