Respetando el latín, annus mirabilis quiere decir "año maravilloso", y con un poco de buena voluntad podemos traducirlo como "año milagroso". En realidad, es una vieja expresión por la que una comunidad celebra la felicidad de un año, o más bien quiere dejar el sello de jornadas o sucesos que la han conmovido profundamente. A veces es un individuo el que se apodera del annus mirabilis y se convierte en su portavoz. Se suele decir que Albert Einstein tuvo su annus mirabilis en 1905, cuando publicó varios trabajos sobre relatividad y compañía, que revolucionaron, sin retroceso posible, el campo de la física.

Si me pongo a buscar un acontecimiento o un protagonista de semejante carácter en nuestra Argentina, capaces de haber unido en un único sentimiento de entusiasmo a millones de personas, más allá de su destino posterior, me topo con una sola fecha y un solo primer actor: 1983, Raúl Alfonsín. No volví a experimentar nada parecido, ni respecto de fechas ni respecto de este u otros hombres. ¿Cuál fue el secreto de ese año -de esos años, habría que decir, porque aun debilitada la magia se sostuvo hasta los comicios de 1987-, para que las convicciones pesaran más que el bolsillo?

Digamos simplemente que 1983 fue un año milagroso sobre todo por haber podido liberarnos, al menos en principio, de un régimen criminal, de una ideología igualmente nefasta y de un futuro que solo auguraba represión y violencia. Y lo más original de ese período: los dos bandos principales que se habían enfrentado de manera sangrienta -los militares de la derecha dura y el peronismo extremo- sufrieron graves pérdidas en el apoyo popular, y aun sus representantes moderados (véase el caso de Ítalo Luder) debieron ceder, ante el veredicto de las urnas, la administración del país. Una vez restauradas las formas de la democracia, nos ilusionamos con los nuevos caminos. Reconozcamos lo prematuro de estos sentimientos. Sabíamos a qué oponernos, pero no habíamos puesto en marcha un programa de gobierno que incluyera, en la práctica, los valores que hacíamos brillar en los discursos.

La presidencia neoliberal de Carlos Menem (¿o neoconservadora?), que dominó la década de los 90, fue sucedida por el gobierno de la Alianza, que se hundió en 2001. No hubo motivos para que un año, cualquier año de estos, fuera consagrado como annus mirabilis. Al interinato de Eduardo Duhalde lo sucedieron los doce años dinásticos de la familia Kirchner. El cuerpo social argentino fue invadido por diversas plagas, contagiosas y corrosivas. Fue una lluvia tóxica: bandas de narcos, campeones de la corrupción en sitios encumbrados del poder, inexorable incremento de la pobreza (a pesar de las estadísticas fraudulentas), mediocridad de la dirigencia política hasta arrancarnos lágrimas.

Sin embargo, así como parecía no haber salida razonable, sobrevino una reacción y se formó un nuevo actor político, la coalición Cambiemos, básicamente constituida por Pro, partido que venía gobernando la ciudad de Buenos Aires, y la Unión Cívica Radical. Después de un discreto debate interno, el jefe de gobierno de la ciudad, Mauricio Macri, fue proclamado candidato a la presidencia por la nueva coalición.

Lo demás es sabido. Siguieron necesitándose coraje y falta de prejuicios. Macri ganó la presidencia en octubre de 2015. Estamos aquí, en consecuencia, a dos años del gobierno de Cambiemos, y la verdad es que no podemos todavía bautizar ni a 2016 ni a 2017 con el nombre prestigioso de annus mirabilis. Han sido años arduos, ricos en esperanzas, pero aún insatisfactorios en realidades, sobre todo en el terreno económico.

Distinto es el caso de 2018. No sería lícito, es claro, otorgarle todavía nombre alguno. Pero como promesa, como voluntad de cambio, como marco de transformaciones, podría ser un año muy especial. Y no hay que tener miedo de decirlo.

Veamos primero qué debería ocurrirle a Cambiemos en los aspectos político e ideológico, si pretende consolidar una sociedad nueva. Digámoslo con todas las letras: la reelección de Mauricio Macri se hace imperativa, para demostrar que un gobierno ajeno al populismo es capaz de convivir con este y, al mismo tiempo, de conducir el país en paz y en democracia, poniendo sin demora en marcha un gigantesco combate contra la pobreza y la corrupción.

Desde el punto de vista oficialista, importa alentar una oposición democrática, quizá reunida, tal como viene amagando, en torno a una liga de gobernadores dispuesta al diálogo y a consensos al menos parciales. Recientemente se ha dado un gran paso en esta dirección, con el inicio de los compromisos fiscales y acuerdos con las provincias, que en más de un caso culminarán en el Congreso, convertidos en leyes. La explosión de violencia, promovida hace pocos días por el kirchnerismo y la ultraizquierda en la Cámara de Diputados, con motivo de la discusión sobre los asuntos previsionales, agitó y asustó a la opinión pública, pero no mejoró el aislamiento de estos sectores ideologizados.

Lejos de correr a esconderse ante el debate ideológico, los partidarios de Cambiemos deben allanarse a aceptarlo una y otra vez. La política sin ideología no existe. Estamos hartos del uso y abuso de palabras como "derecha" e "izquierda", pero el hecho es que siguen activas, encubriendo o reforzando significados.

Por eso los simpatizantes de Cambiemos pueden definirse tan precisa o tan vagamente como cualquier otra coalición política actual, siempre que se mantengan dentro de ciertos límites: los hay de centroderecha y de centroizquierda, liberales "del progreso" y desarrollistas, y en su conjunto más próximos al centro y a las clases medias. Como socialdemócratas, sostenemos, junto a Norberto Bobbio, que lo que importa es disminuir la desigualdad, no instaurar una igualdad imposible.

Por su parte, lo que el peronismo moderado y democrático, el peronismo de los Pichetto, de los Urtubey, de los Randazzo, de los Schiaretti -entre muchos otros- puede llevar a cabo mejor que nadie es una persistente reconciliación de la lastimada sociedad argentina, eliminando dañinas grietas y participando en los proyectos regionales, de infraestructura y de mediano y largo plazo, sin cálculos ni desconfianzas.

Además -y esto no es lo menos importante-, 2018 no es un año electoral, con lo cual se quita un factor de ansiedad y competencia que puede interferir en los acuerdos que se alcancen. Aunque el sistema político seguirá funcionando igual que siempre, con un esquema sostenible de oficialismo y oposición, la puja será menos áspera y la campaña tomará en cuenta el hecho de que la reelección de Macri está prácticamente asegurada, incluso con las espaldas bien guardadas por eventuales sustitutos como Gabriela Michetti, María Eugenia Vidal u Horacio Rodríguez Larreta. Lo que debería impulsarse es un tácito pacto de gobernabilidad, protegido por una clara mayoría en el Congreso.

De cualquier forma, nada de esto será fácil de conseguir, en momentos en que la política se judicializa al máximo, en que el debate sobre los temas centrales ligados con nuestro crecimiento y nuestra democracia se ven reemplazados con discusiones insustanciales.

Es cierto, lo que se propone aquí es algo muy sencillo y a la vez se acerca a la utopía política, y exige sacrificios personales. Nuestros dirigentes no suelen ejercer estas virtudes, pero ¿quién puede negar los efectos, en el escenario político argentino, de una franca colaboración de Cambiemos y el peronismo moderado y renovador? Si ello ocurriera, con esto solo bastaría para llamar a este el annus mirabilis que esperábamos. Y la indisimulada ola de violencia golpista que hemos sufrido quedaría silenciada, sin argumentos para proponer.