Esto vale incluso para el oficio insalubre del periodista, que dedica el día a seguir la actualidad con el objeto de conferirle un orden para poder contarla. Mientras informa los cambios que se desarrollan en la superficie, el periodista advierte con los años que debajo, en el sustrato, nada cambia. Aquello que permanece adopta nuevas formas, siempre distintas, en el plano de lo visible. Eso es todo. A veces este trabajo se siente inútil, una pérdida de tiempo. Se parece a narrar las olas del mar, una tras otra. Al mismo tiempo, eso no es poco, porque las olas pueden ser mansas y tranquilas o crecer hasta adoptar el poder destructivo de un tsunami. La fuerza de la ola, sin embargo, viene de abajo. Del mar.

Hace 15 días que los argentinos miramos hacia el mar. Y en estos 15 días nada cambió. Los cambios se dieron en tierra. Una dolorosa vigilia dio paso a la resignación. Antes, la angustia de los familiares de los 44 tripulantes del ARA San Juan fue también bronca y desconsuelo. La esperanza era poca, pero había casi 30 buques, nueve aeronaves y más de 4000 hombres de 18 países empeñados en lo improbable. Hace dos días, la Armada informó que ya no se persigue el milagro. No ha de ser fácil que la confirmación de la muerte de un ser querido llegue por decisión administrativa o por los dictados de un protocolo de rigor. Pero nada en esta historia es sencillo. La Justicia deberá investigar si los males atávicos de la corrupción han determinado, en 2014, la suerte de estos 44 marinos ahora muertos en el abnegado cumplimiento del deber. No sorprendería. Estamos acostumbrados, en este país, a que la codicia criminal de algunos poderosos represente la muerte de los anónimos que cumplen con su deber. Si así fuera, y aunque son tragedias muy distintas, la del ARA San Juan sería, en el mar tumultuoso del país, una ola similar a la de Once.

Hay, sin embargo, otra cosa que también afloró en este caso. Me refiero a la división. No hablo de saludables diferencias de opinión o de miradas, sino de posiciones abrazadas como dogmas que no dejan resquicio para el entendimiento o la tolerancia. Posiciones que implican la anulación o la aniquilación del otro. En el caso del ARA San Juan, el destino de esas vidas atrapadas en una cápsula perdida debería despertar una natural y espontánea compasión. Pero no. Las divisiones ciegas e inconciliables que marcan la historia argentina han aparecido aquí también. Ante la suerte que corrió el submarino, muchos hablan de reconsiderar el rol de las Fuerzas Armadas y de un mayor presupuesto para la institución militar. Otros, en cambio, se presentan como víctimas de la represión estatal y reclaman el "control popular" de esas mismas fuerzas. Lo han hecho después de la muerte, también trágica, del joven Rafael Nahuel, que perdió la vida el sábado pasado cuando lo alcanzó una bala de la Prefectura durante el desalojo de un predio en Villa Mascardi, ocupado por la organización mapuche a la que pertenecía.

Pero la muestra más acabada, no ya sólo de la división, sino de un odio que desprecia la vida se vio en una pintada hecha en Plaza de Mayo durante una protesta por la muerte del joven mapuche: "44 menos". Aludía, claro, a los tripulantes del ARA San Juan. Los dos asuntos más graves de una semana densa confluían en aquel síntoma enfermo que actualiza una grieta antigua, al tiempo que se alimenta de ella. Es el pasado, lo que permanece, que adopta distintas formas concretas en el tiempo. Lo que está debajo de la ola. Cambian las circunstancias, cambian los hechos, pero el odio persiste. Es el mismo. Habrá quien diga que esa pintada es el gesto aislado de algún inconsciente, un extravío sin consecuencias. Yo creo en cambio que es la expresión brutal y extrema de un sentimiento que muchos comparten.

La vida humana es una sola. Incurrirían en el mismo odio ciego aquellos que se alegraran por la muerte de Rafael Nahuel, que merece una investigación a fondo para esclarecer la forma en que actuaron los agentes de la Prefectura.

Es natural que en toda sociedad existan miradas divergentes u opuestas. Pero si no hay espacio para el diálogo y la tolerancia dentro del respeto a las reglas de juego, aflora el odio, que en su pulsión de muerte busca la aniquilación del otro.

En esta semana intensa hubo otro tema clave: los acuerdos entre el Gobierno y la oposición por el paquete de reformas. En un país de antinomias irreductibles, podrían resultar la llave que abra la puerta del diálogo y el mediano plazo. Esperemos que no se embarren. Es hora de que la clase política le ofrezca una lección a la sociedad.