A lo largo de la historia, el esclavismo, el feudalismo y el capitalismo se sucedieron como modos alternativos de producción y organización social. Todos ellos se basaron en una división entre clases dominantes y dominadas. Su instauración respondió en todos los casos a correlaciones de fuerzas políticas y esquemas de poder que generaron profundas desigualdades sociales. La novedad del capitalismo es que se desarrolló a la par de la difusión y el arraigo de ideas libertarias, republicanas y democráticas, lo cual supuso el reconocimiento de mayores libertades, derechos y formas de participación a las clases subalternas. También creó el Estado nacional como institución garante de la reproducción del nuevo modo de producción.

A mediados del siglo XIX, durante la Segunda Revolución Industrial, el desarrollo del capitalismo exigió a los flamantes Estados nacionales desempeñar un triple rol: crear las condiciones de "orden" en todos los planos de la organización social (militar, jurídico, económico, cultural y administrativo) para permitir el desarrollo de las fuerzas productivas; impulsar el "progreso", proporcionando la infraestructura y los recursos necesarios para la articulación de los factores de la producción (tierra, trabajo y capital); y morigerar los conflictos distributivos resultantes del desigual reparto del excedente económico generado por el nuevo modo de producción. El lema "orden y progreso" se constituyó así en la fórmula dominante del ordenamiento social y su consecución, en la misión esencial de los nuevos Estados nacionales. Y a fines de ese siglo y comienzos del siguiente, la multiplicación de las luchas obreras por mejores salarios y condiciones de trabajo puso en evidencia la necesidad de la intervención estatal para resolver la cuestión distributiva, la llamada "cuestión social", interponiendo ciertos límites a las consecuencias destructivas de un capitalismo librado exclusivamente al funcionamiento de la "mano invisible" del mercado. La actuación compensadora del Estado modificó, en parte, los términos del pacto distributivo defendido por los capitalistas.

En su posterior metamorfosis, "orden" pasó a llamarse "gobernabilidad"; "progreso" se convirtió en "desarrollo, y la "cuestión social", en "equidad distributiva". Estas tres cuestiones pasaron a dar contenido, definitivamente, a la agenda estatal. Por más de un siglo las tres se mantuvieron en constante tensión, expresando las limitaciones del sistema capitalista para satisfacer las demandas del conjunto de la sociedad, exacerbadas por el incremento de las expectativas, la difusión de las ideas libertarias, la extensión de los derechos ciudadanos y el fortalecimiento de la democracia.

Tanto los economistas como los politólogos concuerdan en que los países más desarrollados son más gobernables y más equitativos. No existe, prácticamente, evidencia de países altamente desarrollados que, a la vez, sean poco gobernables y tengan grandes desigualdades sociales. Existen algunos con aceptables tasas de crecimiento económico, pero con preocupantes diferencias de ingreso per cápita. Y otros que, pese a ser relativamente equitativos en el plano distributivo, son bastante ingobernables. Hace algunos años (circa, 2005), los indicadores disponibles para medir crecimiento económico, equidad distributiva y gobernabilidad nos permitieron estimar que la decena de países del mundo que mostraban mínima tensión entre esas tres variables (entendida como distancia entre sus respectivos valores) son casi todos escandinavos: Noruega, Dinamarca, Finlandia, Suecia, Suiza, Bélgica, Holanda, Austria, Japón y Canadá. Aclaremos que para estimar gobernabilidad, el Banco Mundial utiliza seis indicadores: voz y rendición de cuentas, estabilidad política, ausencia de violencia, efectividad del gobierno, calidad reguladora, imperio de la ley y control de la corrupción.

En un ranking (que incluía 124 países), la Argentina ocupaba el lugar 69. Por entonces, cuando los "vientos de cola" de la economía soplaban con fuerza, nuestro país encabezaba el ranking de América latina y el Caribe en el PBI per cápita (ajustado por poder adquisitivo). Pero de los 20 países para los que existía información, ocupaba el puesto 11º en equidad y 12º en gobernabilidad. Chile, a su vez, era 1º en gobernabilidad, 2º en desarrollo y 16º en equidad. Curiosamente, Trinidad y Tobago se ubicaba en segundo lugar en desarrollo y equidad, y cuarto en gobernabilidad, mostrando el menor grado de tensión de la región. Cerrando la lista, era lógico hallar a los países más rezagados de África y América latina, como Sierra Leona o Guatemala.

Recientemente, hemos actualizado las estimaciones (circa, 2015). En conjunto, en América latina y el Caribe, se produjo una mejora importante en el indicador de equidad, un relativo deterioro en el de desarrollo y una leve mejoría en el de gobernabilidad. Trinidad y Tobago sigue siendo el mejor posicionado de la región. Costa Rica mantiene su posición en términos de gobernabilidad, pero acusa una fuerte reducción en los indicadores de desarrollo y equidad. La Argentina, por su parte, pasó a ocupar los lugares 5º, 5º y 17º: retrocedió en desarrollo, mejoró en equidad y quedó más atrás en gobernabilidad.

¿Cuál es la relevancia de este análisis para la actual situación de nuestro país? No cabe duda de que el gobierno nacional ha puesto su máximo empeño en salir del estancamiento económico, destinando importantes inversiones a la renovación y expansión de la infraestructura física del país y apostando a que la inversión privada acompañará este esfuerzo. Al mismo tiempo, ha decidido mantener -y en algunos casos extender- la inversión en programas sociales a fin de evitar un agravamiento de la inequidad social. Y si bien se han producido mejoras en algunos indicadores de gobernabilidad (como en materia de "voz" o libertad de expresar disenso, en la rendición de cuentas o en el control de la corrupción), el clima de violencia política persiste y la efectividad del Gobierno se resiente. Sobre todo, en vísperas de una contienda electoral en la que ninguna de las fuerzas políticas en pugna es hegemónica, pero aspiran a serlo.

La tensión entre desarrollo, equidad y gobernabilidad, inevitable en toda sociedad capitalista, está alcanzando en la Argentina un punto crítico. Es cierto que en materia económica algunos "brotes verdes" están comenzando a florecer, pero el endeudamiento, el déficit fiscal y la puja distributiva entre las provincias son preocupantes; y las calles son hoy escenario político privilegiado para dirimir conflictos. Como cierre de esta reflexión, sigo creyendo, como comenté en esta sección en diciembre de 2015, que para preservarse en el poder y ganar legitimidad el gobierno de Mauricio Macri deberá conciliar o reducir la inevitable tensión entre gobernabilidad, desarrollo y equidad, demostrando en sus políticas cierta autonomía relativa frente a los intereses del establishment y de los sectores económicamente dominantes. Si no, caeremos en un círculo vicioso: sin desarrollo no habrá equidad, sin equidad no habrá gobernabilidad y sin gobernabilidad no habrá desarrollo.

Investigador titular del Cedes, área y Gestión Pública