Como todo fenómeno social, la reacción pública ante la desaparición de Santiago Maldonado puede ser comprendida en diversas claves, posiblemente varias de ellas contradictorias entre sí y seguramente muchas parcialmente verdaderas. Expresa sin duda la emoción compartida por el destino de quien es visto como víctima en una sociedad sensible a las resonancias que provocan los abusos cometidos por el Estado, muy en particular bajo la forma de la desaparición de una persona. Así, las manifestaciones del viernes se inscriben en el mismo movimiento que las realizadas poco tiempo antes en rechazo de la aplicación de la ley más benigna a los condenados por delitos de lesa humanidad, y hunden sus raíces en la convicción -quizá no siempre muy firme, quizá en ocasiones sesgada y, sobre todo, demasiado abstracta- de que el cuidado de los derechos humanos sigue siendo el pacto fundador de nuestra renacida democracia.

Pero la extensión y la forma que ha tomado el reclamo permite suponer que hay también algo diferente de la pura expresión de una inquietud por la víctima y de una recriminación al Gobierno por supuestamente no haber podido, primero, garantizar su seguridad y, luego, responder rápida y convincentemente sobre su situación. En torno del reclamo se ha desatado una especie de competencia que hace que en las apelaciones a la aparición del joven no estén ausentes la imitación de las portadas de la revista satírica Charlie Hebdo o que los carteles con el rostro de Maldonado se exhiban en festivales de música reggae, en un gesto que parecería en ocasiones haber perdido su carácter trágico; como si haber encontrado una víctima, contar con una víctima, fuera un motivo de celebración (en el doble sentido, a la vez profano y sagrado, de la expresión).

Lo que se celebra, como es posible observar en buena parte de los discursos públicos sobre el tema, es el hecho de disponer finalmente de la evidencia que confirma una sospecha: la víctima se ha convertido así en un instrumento, en el argumento que verifica la hipótesis o confirma la creencia de que el Gobierno es en realidad un agente del mal cuyo designio, ahora confirmado, era fundamentalmente dar continuidad al trabajo sólo provisoriamente interrumpido de la dictadura. Pero al convertirlo en el argumento que comprueba algo diferente del hecho descarnado de que es una víctima, Maldonado queda despojado de lo esencial de su condición trágica, que consiste en ser, justamente, una víctima. Sólo la conciencia del hecho de que posiblemente ha sufrido una violencia física de tal magnitud que la sustrae de toda escena visible, o que sólo se hace visible a través de la ausencia de su cuerpo, mantiene a la víctima en ese estado terrible, irreductible, que debe ser reparado por medio de actos igualmente enérgicos, tanto para su localización como para la identificación de los responsables y su adecuado castigo.

Ciertamente, es difícil demostrar la hipótesis según la cual muchos de quienes ponen el nombre de Maldonado como centro de su preocupación sienten, en la misma medida que consternación por su destino incierto, la satisfacción de ver probadas sus creencias más terribles respecto del carácter criminal del Gobierno. Pero resulta evidente que la intensa disposición a convertirlo en instrumento de la disputa política supone una subalternización de la dimensión esencial por la que la víctima -cualquier víctima, toda víctima- debe importarnos en una perspectiva moderna, es decir, en la perspectiva de la filosofía política en la que se sustentan los derechos humanos: su carácter de persona, no de héroe ni de mártir. La víctima nos importa porque en el acto de volverla víctima se ha ultrajado su dimensión humana, no su misión.

Santiago Maldonado se ha ido convirtiendo en un mártir, alguien cuyo sacrificio, de haber ocurrido, se habría entonces producido, como bien muestran José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, en una obra dedicada a la representación de las masacres, por la fe que guía a quienes confían en una causa. Las tres funciones del martirologio que identifican estos autores se encadenan en los discursos sobre el destino del joven: "El acto de martirio -escriben- desafiaba a los perseguidores, reforzaba a la comunidad de los creyentes y, al mismo tiempo, impulsaba la conversión de quienes no creían."

La producción del mártir se corresponde con el deseo de contar con una víctima, cuya muerte pueda ser leída, en términos de René Girard, como el "tributo que se debe pagar para que la vida colectiva pueda proseguir". Pero si bien el martirologio de Maldonado cumple con la función de producir solidaridad entre los vivos y alimenta, entre quienes participan de la emoción, la esperanza de que la comunidad, amenazada, renazca en un orden renovado, también desplaza la escena, situándola en un espacio mitológico, en consecuencia prepolítico.

La pervivencia de formas arcaicas en las sociedades contemporáneas no es exclusiva de nuestro país, pero entre nosotros esas formas no son resabios que asoman ocasionalmente en los márgenes de instituciones modernas, sino que ocupan recurrentemente el centro de la escena, desplazando la política, entendida ésta, en palabras de Claudia Hilb, como "ámbito público, de visibilidad, de confrontación y tramitación de los asuntos comunes". La mitologización de la víctima se inscribe, así, en un conflicto antiguo y recurrente entre nosotros por el cual formas premodernas de la institución social irrumpen impidiendo una y otra vez la configuración de un espacio político democrático cuyo centro sea ocupado por la palabra, y no por los cuerpos (mucho menos, por la violencia ejercida sobre los cuerpos).

Pero no son sólo aquellos que hacen de Maldonado un instrumento de su causa quienes, además de degradar a la víctima, retrotraen la escena pública a una situación prepolítica -y por tanto incapaz de resolver "los asuntos comunes"-, sino también quienes, desde el Gobierno, han desmerecido la importancia de aquel pacto fundante de nuestra democracia que fue el pacto de los derechos humanos. Alejados de la experiencia histórica que le dio sentido, y despreocupados por comprender el alcance de aquella materia que constituyó el cemento con el que habrían de unirse los fragmentos rotos de una sociedad lastimada, la pretensión de imaginar un futuro que careciera de pasado implica también la pretensión de fundar un modo ahistórico de existencia de lo social. Y una sociedad fuera de la historia, sobra decirlo, es también una sociedad que está fuera de la política, que ha perdido la política como el recurso fundamental para la resolución de los conflictos.

No es casual entonces que nuestro espacio público esté una y otra vez bloqueado, ya que la historia requiere, para moverse, no sólo de las acciones que la pongan en marcha, sino también de las palabras que le den un sentido. La tragedia -por ahora provisoria- de Santiago Maldonado es la tragedia de una democracia que al cabo de casi 35 años de existencia no ha sabido producir una escena pública y política en la cual sea posible a la vez exigir del Estado el cumplimiento de su obligación para resguardar la vida de un ciudadano y, al mismo tiempo, afirmar que Maldonado no es el desaparecido de algunos, sino una herida más en la democracia de todos.