Estos comicios primarios trajeron como resultado un gobierno en funciones exitoso y un régimen político en suspenso. Lo primero alude al triunfo electoral del oficialismo en condiciones económico-sociales poco propicias; lo segundo pone de relieve la descomposición que aún persiste en las oposiciones juntamente con la fragilidad de nuestro sistema de partidos.

Una cosa alimenta la otra. Desde hace años vengo diciendo que uno de los rasgos políticos de este siglo es la presencia de una democracia de candidatos en detrimento de una democracia de partidos. La fórmula victoriosa de Cambiemos se gestó en torno a partidos adosados a candidatos fuertes, entre los cuales sobresalen Mauricio Macri, Elisa Carrió y María Eugenia Vidal.

Aun cuando haya pasado agua bajo el puente, se trata de partidos nuevos, nacidos de la gran crisis de 2000-2001, cuyos líderes no han afrontado la prueba de la sucesión tanto hacia dentro como hacia fuera de sus organizaciones. Así, la Coalición Cívica es el partido de Carrió, y Pro es la formación en que tallan Macri y Vidal.

Distintos son la situación y el desafío que en estos días sacuden la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista: dos antiguos partidos, uno más que el otro, protagonistas de la traumática política argentina del siglo XX, que tuvieron que hacer frente a la pérdida de sus líderes fundadores. En ambas circunstancias, el partido radical y la mezcla de partido y movimiento del justicialismo trascendieron a sus fundadores y enhebraron una larga historia de liderazgos sucesorios.

Si bien luego de estas elecciones el radicalismo permanece bien plantado en el seno de Cambiemos -al precio de unos pocos tránsfugas que abandonaron sus filas, de un mal trago con Pro en la Capital y de una dirigencia en la cual no sobresalen liderazgos comparables al trío Macri-Carrió-Vidal-, el panorama que se abre ante el justicialismo es mucho más complicado.

Es que, como ocurrió en otros momentos de su trayectoria, el justicialismo evoca hoy la figura de un gigante fracturado. En primer lugar, porque CFK se lanzó al ruedo bonaerense mediante un partido instrumental, propio de la democracia de candidatos, que impugna simultáneamente al oficialismo y al justicialismo, y se abroquela en la defensa a ultranza de las políticas que impulsó hasta 2015. En segundo lugar, porque el partido del candidato Sergio Massa, aunque disminuido, se presenta como una oposición frontal a la hegemonía kirchnerista. En tercer término, porque el llamado peronismo moderado, radicado en provincias chicas y medianas, con escasa participación en Buenos Aires, está explorando un reordenamiento que lo coloque en el puesto de una oposición responsable, capaz de sustentar un régimen político previsible en el cual la sucesión presidencial no implique un combate a todo o nada.

Como puede advertirse, parecería que en la Argentina ha sonado la hora, como en muchas democracias, de una nueva clase de partidos. Todos ellos, excepto aquellos que defienden sin beneficio de inventario su propio pasado, son una apuesta a futuro que traduce nuevos carismas vertidos en un contexto en constante transformación: al republicanismo, que cuestiona la corrupción de los gobernantes y la degradación de la Justicia, se une en Cambiemos la decisión de promover un desarrollo económico-social inclusivo con la consiguiente y difícil inserción del país en el mundo globalizado.

Este proyecto, vale consignarlo una vez más, ha tenido apoyo electoral: ha irradiado desde la Capital hasta Córdoba, pasando por Mendoza, Corrientes, Jujuy, Entre Ríos, San Luis, La Pampa, Santa Cruz y Neuquén, con destacados resultados en Buenos Aires y Santa Fe. Hoy, Cambiemos está en todo el país, mientras el justicialismo ha retenido Catamarca, Chaco, La Rioja, Salta, San Juan y Tucumán, y el cristinismo Buenos Aires (con o sin empate técnico), Santa Fe, Chubut, Tierra del Fuego, Río Negro y Formosa. Oscilan Santiago del Estero y Misiones.

Éste es un mapa que naturalmente dará pie a una intensa campaña. Pero, a poco que sigamos las corrientes que se agitan en esta contienda, podrá verificarse un dato que no es ajeno a los conflictos de este momento histórico. Esos conflictos tienen que ver con la forma representativa de las democracias y con los partidos antisistema que, desde Europa, pasando por Estados Unidos y América latina, reaccionan contra los efectos de la globalización y de la revolución digital sobre el empleo. Esta reacción en la Argentina se hace más acuciante pues se inscribe en el marco de una grave insuficiencia fiscal que genera inflación, o en su defecto endeudamiento, y de una "primarización" de la economía exportadora.

Hoy el sistema representativo está en transición entre nosotros. Sabemos que un tipo de democracia -la democracia de candidatos- coexiste y tal vez estaría reemplazando la democracia de partidos, y percibimos tras estos formatos una pugna de fondo. En este sentido, la apuesta de CFK es, estrictamente, una apuesta reaccionaria que cifra su éxito en un rechazo global a las propuestas que hoy encarna el oficialismo: dos tercios del electorado -dicen- han repudiado el ajuste en marcha, a lo cual habría que añadir que una contundente mayoría ha condenado asimismo la corrupción.

Las banderas de esa contestación se levantan sobre las carencias de sectores vulnerables, que tienen la peculiaridad de concentrarse en la megalópolis del conurbano bonaerense y recrean un pasado venturoso, muy cercano, con sus dosis de ficción y de logros a corto plazo, al que encarnó el chavismo triunfante de principios de siglo. El montaje de esta prosperidad de poco alcance se está desmoronando en medio del caos y de la forja de una dictadura, pero la memoria de que ese tiempo pasado fue mejor es más duradera y no desaparecerá de la noche a la mañana.

Por estos motivos, las elecciones de octubre en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe son decisivas. Una victoria de Cambiemos daría vuelta la página y apuntalaría el rumbo del oficialismo. Al contrario, una victoria de las oposiciones que no atienden a las razones de la ética cívica (sería escupir al cielo e inculparse), ni abre paso a políticas de concertación, dejaría el saldo de un empate no resuelto y amarraría el justicialismo radicado en provincias a un liderazgo que tratará de imponerse por su propia gravitación electoral.

Frente a esta hipótesis, que colocaría el país en otra encrucijada difícil de sortear, el oficialismo de Cambiemos tiene a su favor un rendimiento electoral sorpresivo (impactan los casos de La Pampa, San Luis y Neuquén) y está dispuesto a dar batalla con una aceitada maquinaria electoral, liderazgos fuertes y un juego audaz en los estrados judiciales con métodos, si no ilegales, al menos impropios. Éste es un ejemplo de la persistencia de estilos que deben lidiar con jueces que hacen gala de una exhibición de riqueza concomitante con una impunidad protegida.

Estos hechos estallan en un Estado sin respuestas frente a retos de magnitud. Pongamos nombres: Julio López, Alberto Nisman, Santiago Maldonado, entre otros, que se van sumando a una cadena de infortunios. Falta pues mucho por hacer. La novedad es que grandes franjas del electorado ven ahora la reconstrucción del Estado como un proyecto posible y creíble. Como diría un historiador, es un "horizonte de expectativas" que no deberíamos oscurecer.