En un programa televisivo previo al cierre de campaña, tal vez recordando aquella frase del ex presidente Bill Clinton "es la economía, estúpido", un periodista le preguntó a la gobernadora de la provincia de Buenos Aires qué era lo que decidía el voto ciudadano, si el bolsillo, la confianza o la adhesión emocional. La respuesta de María Eugenia Vidal fue que la gente vota a quienes cree que van a cumplir lo que prometen, y que más allá de que la situación económica actual es especialmente difícil, sobre todo para los sectores más humildes, si se confía en los candidatos, se confiará también en que harán todo lo posible por ir mejorándola, tal como empieza lentamente a vislumbrarse en algunos indicadores económicos.

Grandes han sido los esfuerzos del actual gobierno enfocados en resolver temas muy concretos de infraestructura, tales como los de las cloacas, las redes de gas y eléctricas o los pavimentos, en los cuales, pese al discurso de los últimos 12 años de gobierno kirchnerista, muy poco se hizo. Es indudable que no puede hablarse de inclusión, cuando hay sectores que carecen de la mínima infraestructura que les permita el desarrollo de una vida digna. Para ocuparnos de la pobreza y de la igualdad de oportunidades, es menester que todos tengamos esencialmente una base de educación y un acceso mínimo a la infraestructura indispensable.

Nuestro país debería permitirlo, pero lo relevante es que quienes gobiernan tengan una clara vocación y dediquen tiempo y esfuerzo para destrabar todo lo que impide potenciar al máximo las fuerzas de la sociedad. Si los dirigentes despiertan confianza, la ciudadanía no malgastará su tiempo en atacarlos y las eventuales críticas serán seguramente constructivas. Los ciudadanos, a su vez, deben dejar de creer en las mentiras facilistas y en las promesas incumplibles.

La igualdad no consiste en la utópica aspiración de que todos ganen sueldos elevados o que los ricos se conviertan en pobres y éstos en ricos. La Argentina ha sido un país mal gestionado y hoy su teórica riqueza no alcanza para evitar que casi un tercio de la población no logre superar la línea de pobreza. No es posible que seamos todos iguales, pero al menos todos deberían superar ese umbral.

A esto, pues, hay que abocarse, con menos discurso y más acción concreta. Sólo una dirigencia política creíble podrá encarar las tareas prioritarias con el capital que le dé la confianza ciudadana. Un capital que quienes sean depositarios del voto no deberán despilfarrar.

Ésta es la política social por antonomasia, no la del subsidio, del que se debe salir generando trabajo. La obra pública puede traccionar inicialmente y crear las oportunidades laborales para quienes carecen de ellas. Pero, en adelante, debe ser el sector privado el que invierta y genere empleo. La confianza de los inversores, que no se diferencia de la de los ciudadanos, es el soporte fundamental para que ello ocurra. No habrá soluciones mágicas ni inmediatas.

Ha sido muy bueno ver funcionarios como la gobernadora Vidal enojarse ante la hipocresía de quienes pretenden desconocer la propia responsabilidad de haber creado una realidad de tanta necesidad postergada ocultando la basura debajo de la alfombra. Es claro que no puede resolver un problema como el de la pobreza quien se ha empeñado por años en negarlo. Fue una sana indignación ante la crítica de quienes dejaron un país paralizado y enfermo de demagogia y distribucionismo sin respaldo, que ahora cuestionan lo que, en su momento, no supieron ni quisieron resolver. El votante ha advertido la diferencia.

Aún falta mucho, pero lo importante no es la lejanía de la meta, sino el comienzo de la marcha, la elección del buen camino y la fe en el resultado final.