El país podía empezar a parecerse a aquellos que habían logrado consolidar un sistema democrático republicano o podía profundizar la tendencia populista. La opción elegida fue esta última. Cada vez más se consideró al adversario político como enemigo, el debate político como un conjunto de agravios, el poder judicial como un obstáculo y la prensa, según el caso, como instrumento o como amenaza.

Le tomaría cuatro años más a la Argentina abandonar el camino del populismo. Los cambios están a la vista: una inflación en baja, el regreso del crédito internacional a tasas normales, un poder judicial libre para actuar, un presidente que no increpa periodistas ni ciudadanos de a pie por cadena nacional. Todavía falta un largo camino para considerar que la democracia republicana, entendida como sistema institucionalmente estable y respetuoso de los derechos individuales y no como la mera consagración eleccionaria, está consolidada en la Argentina. Pero vamos por la buena senda.

Mucho más largo parece ser el camino que tenemos por delante en el terreno de las ideas. En aquella nota de 2011 sostenía que el futuro de la Argentina a mediano y largo plazo "se decidirá por quien gane la batalla por las ideas". Aunque hoy y después de grandes esfuerzos la democracia republicana haya logrado imponerse electoralmente, el consenso político alrededor de su valor sigue siendo frágil.

El canciller argentino, Jorge Faurie, no dudó en afirmar que Venezuela no es una nación democrática. Macri exhortó a los venezolanos a que se mantuvieran unidos y llenos de esperanza. Y dijo que los que lo desearan eran bienvenidos a vivir y trabajar en la Argentina.

Es difícil encontrar pronunciamientos de este tipo en gran parte del espectro político argentino. El 18 de abril, en un contexto de represión generalizada, con las fuerzas militares plenamente desplegadas sobre el territorio nacional, el Frente Renovador no dio quórum en la sesión que Cambiemos impulsaba para repudiar la violencia política del régimen venezolano. Ese mismo mes, Julián Domínguez tuiteó: "Le pedimos a la oposición en Venezuela absoluta responsabilidad. Si luchan por la tolerancia, que también lo demuestren".

Daniel Filmus, actual candidato kirchnerista por la ciudad de Buenos Aires, manifestó hace poco desconocer en detalle la situación venezolana, cosa imposible para cualquiera que lea los diarios y más todavía para un político en actividad. Luego dijo que la represión en Venezuela le recordaba el conflicto desatado por el cierre de la planta de Pepsico, como si este último hubiera implicado tanques de guerra en las calles o bandas de motoqueros disparándole a cualquiera.

Oscar Parrilli dijo que "a Maduro lo critican por sus aciertos", como al kirchnerismo. Quizá Parilli considere la detención de líderes de la oposición en medio de la noche por parte de grupos de tareas como un acierto. Esto último, que planteado así no parece ser más que una chicana, encierra el núcleo de la cuestión. Lo que está detrás de la batalla por las ideas, el trofeo mayor, es el marco mismo de la discusión política, la definición del sentido común de la sociedad. Si Parrilli, un altísimo funcionario de un gobierno que se autoinstituyó en paladín de los derechos humanos, defiende u omite criticar la actuación violenta de los servicios de inteligencia, las elecciones amañadas y la represión generalizada, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad mismas del debate político?

Cristina Kirchner le dio a Nicolás Maduro la Orden del Libertador San Martín, la condecoración más alta que otorga la nación argentina. Fue en 2013 y desde entonces la situación venezolana empeoró mucho; aunque ya no era buena, ni su principal responsable político, digno de condecoración. Cristina Kirchner no hizo ninguna declaración contra la violencia ejercida por el régimen venezolano.

Estos hechos resultan difíciles de entender. En un país como el nuestro, que sufrió tanto la violencia política y luchó tanto por terminar con ella, la condena a la persecución de opositores y el empleo de militares para reprimir a la población deberían ser parte del más elemental de los consensos.

El primer paso, necesario, es ganar elecciones a quienes se encuentren fuera de este consenso democrático y republicano. Nuestra ciudadanía ya dio ese paso. Pero la tarea no termina ahí. Se debe proseguir exponiendo las posiciones que no pueden ser llamadas democráticas. Nadie dijo que sería fácil ganar la batalla por las ideas.

El autor es secretario de Integración