Ese escenario provoca pánico en el establishment, muchos de cuyos miembros sostienen que postergarán inversiones o levantarán sus negocios. Los consultores no pueden disipar ese temor aunque les expliquen que aun ganando la legislativa es remota la posibilidad de que pueda volver a la presidencia. Expresada de otra manera, la inquietud se extiende a un amplio arco de la clase política. Una eventual victoria de la ex presidenta, se dice en los pasillos, debilitaría al Gobierno, pero impediría que otros dirigentes peronistas pudieran sucederla en el corto plazo. Si Cristina ganara, auguran los observadores, el mundo leería esa victoria como un regreso del populismo, razón necesaria y suficiente para desechar a la Argentina.

Si se baja de la elite a la calle, se observa una diversidad de opiniones, condicionada por el nivel socioeconómico y educativo de la población. Cristina Kirchner provoca cualquier sentimiento, menos indiferencia. Para la clase media alta resulta inaudita y repudiable su candidatura: "Es una vergüenza que pueda presentarse, debería estar presa" es la frase que mejor sintetiza el rechazo a su probable postulación. Detrás de esa frase se expresa un legítimo reclamo de ciudadanos que apunta al funcionamiento anómalo de la Justicia y a la baja calidad moral de la clase dirigente. Pero para otros, la impugnación a Cristina encubre un marcado rechazo al peronismo. Muchos integrantes de la clase media alta lo responsabilizan por los problemas que soporta el país: estancamiento económico, pobreza, corrupción, autoritarismo. Para ellos, es el culpable excluyente de la mentada decadencia argentina.

A medida que se desciende en la escala socioeconómica, se amplía la controversia porque empiezan a aparecer voces que reivindican a Cristina. Sin dejar de condenar la corrupción de su gobierno, se admite que durante su presidencia había más consumo, más actividad. Hasta aquí la clase media. En los argumentos de los sectores populares desaparece progresivamente la conciencia del conjunto de la sociedad, centrándose la atención en las necesidades básicas del grupo familiar: no importaba tanto la corrupción, y aun la inseguridad, porque con Cristina había trabajo; que las instituciones funcionaran mal o que los hospitales atendieran tarde, que los chicos aprendieran poco en la escuela o se vendiera droga en el barrio, quedaba disimulado porque "se podía traer el pan a casa", como dicen tantos testimonios. Es probable que a estas alturas muchos lectores estén pensando: es lo de siempre, "roban pero hacen". Sin embargo, esa conclusión perturbadora requiere un discernimiento más profundo, que invita a suspender los juicios de valor.

Para la gente educada es fácil aborrecer el populismo, lo difícil es entenderlo. Si Cristina ganara en octubre, acceder a esa lucidez será un desafío. Para empezar, una explicación básica de la adhesión a figuras como ella es el déficit de ciudadanía. ¿Qué es la ciudadanía? Sin los recaudos de la ciencia política, podría definírsela como un estatus donde el individuo posee recursos materiales y espirituales que le permiten interesarse por el bienestar de la sociedad y el Estado, más allá de su vida privada. Los ciudadanos saben que la salvación no es individual sino colectiva. Que una sociedad mediocre condena a sus integrantes a la mediocridad. Que la corrupción mata tanto como el hambre. ¿Y cómo se alcanza la ciudadanía? Poseyendo agua y cloacas, trabajo digno y acceso a la salud, la educación, la justicia y la información de calidad. Que unos puedan ser ciudadanos y otros no habla del reparto inequitativo de estos bienes. Esa disparidad condena a que progrese una parte de la sociedad, mientras que la otra se estanca y embrutece. Atribuir las causas de este problema histórico y estructural solo al peronismo resulta una simplificación tranquilizadora pero falaz de la historia argentina. Un liderazgo decadente como el de Cristina Kirchner es un síntoma de la desigualdad económica y social, antes que una patología de la política.

Aunque el Presidente se haya fortalecido en las últimas semanas, el Gobierno afronta la amenaza de Cristina atravesado por múltiples contradicciones que lo jaquean. Demuestra sensibilidad y profesionalismo en la política social, pero enfoca ciertos temas con la mentalidad de los pudientes, que no entienden la estrechez. Lucha contra la corrupción, pero está sumergido en opacidades que lo ponen bajo sospecha. Abre el juego a sus socios en muchos distritos, pero cierra la provincia de Buenos Aires, el territorio clave, a las figuras aliadas con más valoración.

Si Cristina ganara en octubre, estas contradicciones no habrán sido resueltas. Y el país seguirá atrapado en el pasado equívoco que ella representa.