No fue el único reproche: algunos lectores y dos compañeros de trabajo insistieron en que me había pasado de la raya. ¿Qué había sucedido? Había escrito unas líneas en las que señalaba diferencias con un funcionario y, tentado por el lenguaje, había referido cierta escena campestre con ese ánimo burlón y maniqueo con que nos reímos de los estereotipos.

Pero no se trata del campo. Le concedí a mi madre atribulada que, habiendo leído el texto con esos ojos, acaso tenía razón, pero no es para tanto. Me dijo es, así que le pedí disculpas por haberla herido. Deberías pedir disculpas no a mí, sino a los lectores, me amonestó, y dedicarles una oración a tus abuelos. Respondí que lo haría con los lectores, aunque mi agnosticismo me impediría lo otro: para decirlo con Santiago Kovadloff, Dios me interesa más como problema que como solución. No es el campo. En todo caso, crecen allí las contradicciones como en cualquier parte.

Claroscuros que nos enseñó el Martín Fierro. Al campo le debemos una parte de lo que somos: la identidad, la pujanza de su producción, la nobleza de su gente. En él reside el pasado y centellea, tal vez, la promesa del futuro.