Mauricio Macri es magro y llano. De todas las cosas que ha sido y es -hijo de Francisco Macri, empresario, dirigente deportivo, celebrity, playboy, diputado, jefe de gobierno porteño y, ahora, presidente de la Nación- lo que mejor define su estilo escueto es su profesión: ingeniero, un oficio cuyo único discurso es la acción, lo contrario a la elucubración indefinida, que lo aburre y no entiende.

De pocas palabras y enemigo de los pensamientos demasiado elaborados, sin embargo, no se encierra sobre sí mismo ni tiene fobia a prestarse a la conversación, por más que a veces no salga ganando. No hay épica ni mesianismo en lo que dice y hasta puede dejar cierto sabor a poco. Si su gobierno consiguiera tener éxito, la Argentina lograría dar un giro copernicano: no sólo el peronismo, sino también el resto de la clase política deberían archivar para siempre los relatos de epopeyas ideológicas imaginarias que se vienen estrellando desde hace décadas contra la progresiva africanización del conurbano, el crecimiento exponencial de la inseguridad y del narcotráfico, las rutas maltrechas, los hospitales devastados, las escuelas precarizadas y el sistema eléctrico colapsado.

Habrá que ver si Macri es capaz de sobreponerse a sus propias limitaciones y prejuicios de clase para que la historia argentina encuentre por fin el camino del crecimiento estable y de un urgentísimo restablecimiento de una mayor equidad social, al menos como la que supimos tener hasta los años 70.

Tras doce años y medio de gobiernos kirchneristas, y uno más de Cambiemos, éste es el estado de situación: calles tomadas por piquetes, chicos sin clases y una economía quebrada, con uno de cada tres argentinos sumergido en la pobreza en un país inmensamente rico. El fin del Estado populista, la recreación de consensos y libertades, y el reordenamiento inicial de la economía causan dolores, pero, según las encuestas, permiten esperanzarse en un futuro mejor. Macri, lejos de encerrarse en un momento de tanta conflictividad social, se expone sin condiciones a un interrogatorio en vivo en el prime time de la TV abierta un sábado a la noche.

Cuando hoy se presente ante el Congreso Marcos Peña para dar el informe de la Jefatura de Gabinete, no estará solo. Para responder con precisión los centenares de preguntas que le formularán los legisladores, lo acompañarán asistentes que en el momento justo pondrán bajo sus ojos la documentación que refuerce su alocución en cada tema.

Macri no contó con esa facilidad el sábado. Sus asesores en comunicación debieron suponer que en su regreso a la TV Mirtha Legrand iría en busca de lo que más ansiaba y finalmente logró: el mayor rating de ese día. Y que sobreactuaría su severidad para demostrar su independencia tras haberlo apoyado tanto durante la campaña.

Legrand no es de izquierda ni de derecha: es mirthista, trabaja para ella, con reflejos envidiables y una intuición tan colosal que explica su plena vigencia desde hace ¡74 años! Ya no cabe sólo asombrarse de aquello de lo que es capaz a su edad: gente mucho más joven nunca logrará ni de lejos esa capacidad para saber encontrar los focos de la polémica que la pondrán en boca de todos durante varios días. No hay quien la supere en el arte del estiletazo.

Era previsible que la estrella iba a llegar a la quinta presidencial de Olivos con hambre de Hannibal Lecter, dispuesta a dar tarascones hasta sentir que tenía asegurados los titulares de los portales de los diarios y las redes sociales a sus pies. El Presidente, como un dócil alumno, se adaptó a ese formato exigente que lo obligaba a saltar de un tema a otro sin poder completar sus respuestas por las interrupciones constantes.Fue un ejercicio de comunicación fascinante el que logró la diva nutricia: las audiencias que la denostaron durante el kirchnerismo, difamándola casi a diario en 6,7,8, que escupían su imagen en carteles y la insultaban en actos y en las redes sociales, salieron entusiasmadas a bancar sus ríspidos comentarios; en tanto que el público tradicionalmente más afín a la diva de los almuerzos, y tal vez votante de Cambiemos, se sintió disgustado por sus tonos levantiscos y por el único comentario de la diva que realmente molestó al Presidente ("creo que ustedes no ven la realidad"). La evaluación que el mandatario hizo después con su equipo, sin embargo, fue buena. Cada espectador escuchó la parte que quiso, según sus propias inclinaciones políticas. Hay un país imaginado a medida de cada argentino.

El Presidente no es ingenuo y conoce a la estrella desde hace décadas, así que mal podría alegar sentirse sorprendido. Macri persona puede tomar los riesgos que quiera; Macri presidente se debe a su investidura y tiene que hacerla respetar. Tal vez debió imponer sus propias condiciones: que hubiese, además de su esposa, otros comensales a la mesa, por ejemplo María Eugenia Vidal y Marcos Peña, para que fluyera una conversación más normal. Y no debió aceptar el ritmo vertiginoso de interrogatorio de temas que iban y venían. Quedó como un alumno tenso que rendía examen y que la pasaba mal con algunas preguntas.

La pifiada del monto de la jubilación -lo confundió con el salario docente- fue dramatizada por los mismos que ni se mosqueaban cuando Cristina Kirchner, por cadena nacional, aseguraba que teníamos menos de un 5% de pobreza. Posverdad y cinismo a la enésima potencia.

Es muy bueno que el Presidente se prodigue en conferencias de prensa y acepte periódicas entrevistas. Para el Macri ingeniero son sólo palabras, casi sin importancia. Pero debería recordar -siempre- que cuando abre la boca es el presidente y que, por eso, su palabra tiene otro peso y otras consecuencias.

Pero también hagamos memoria y recordemos de dónde venimos. El domingo 13 de mayo de 2012, convocados por Jorge Lanata, casi cien periodistas coreamos en su programa la consigna "queremos preguntar". Era una advertencia pública necesaria: la entonces presidenta de la Nación, Cristina Kirchner, no atendía ni siquiera a los periodistas militantes que la alababan sin cesar.

Más de un año después, la viuda de Kirchner pareció responder de manera peculiar a esa demanda. Un programa propio, sugestivamente titulado Desde otro lugar, invertía el formato del reportaje televisado: la entrevistada era siempre la misma -ella- y el que rotaba era el conductor. Primero lo fue Hernán Brienza, que la abordó desde un lugar de fan, y después Jorge Rial, que la llevó hacia un plano más anecdótico y, por lo tanto, inocuo. El ciclo terminó pronto por sus problemas de salud. Más cerca en el tiempo aceptó las dóciles preguntas del Gato Sylvestre y de Roberto Navarro. También hizo editar la entrevista en la que intentó darle cátedra al periodista de The New Yorker ("bad information").

Macri sólo usa la cadena nacional en su discurso a la Asamblea Legislativa el 1º de marzo, habla públicamente de los temas personales más delicados, como Panamá Papers y Correo -Cristina Kirchner jamás se refirió a sus causas de otra manera que no fuera como un complot contra ella-, pero padece tener que encarnar esa presencia presidencial en exceso que exige hoy la sociedad hiperconectada, aunque se allana a ella sin discusión.

Desde los años 90, los presidentes argentinos se volvieron hipermediáticos y con una sobreexposición que contrasta con quienes los precedieron en la cima del poder en las décadas anteriores, con excepción de Juan Domingo Perón y, parcialmente, Raúl Alfonsín.

Antes, las apariciones eran esporádicas y cuidadas. Desde el menemismo, a los mandatarios se les da un tratamiento mediático similar a una figura del espectáculo.

¿Y la investidura?: bien, gracias.