En las últimas horas hubo un evidente cambio en el discurso oficial. Por primera vez, altos funcionarios, como Marcos Peña y María Eugenia Vidal, salieron públicamente a señalar que detrás de la conflictividad que se observa en la calle y del "salvaje" paro docente están grupos que responden a Cristina Fernández de Kirchner. Según se interpreta en el oficialismo, tales sectores buscan convertirse en una máquina de impedir que apunta a desgastar y desestabilizar al gobierno de Mauricio Macri para eludir a la Justicia en las numerosas causas sobre corrupción en las cuales se los investiga.

Es vox populi que referentes del kirchnerismo que no se resignan a tener que desfilar por los tribunales desearían que el gobierno de Macri se cayera a pedazos y terminara igual que el de Fernando de la Rúa en diciembre de 2001.

Lo que no parece del todo coherente es que desde la propia Casa Rosada se dé rienda suelta a la hipótesis del complot político. Alentando esas versiones no se hace más que despertar el peor fantasma que puede sobrevolar un gobierno de signo no peronista en la Argentina: la posibilidad de que no concluya su mandato. La teoría conspirativa, transmitida desde el Poder Ejecutivo, podría alimentar la incertidumbre de no pocos inversores que, antes de poner un peso en una inversión productiva, quieren saber por cuánto tiempo se mantendrá el rumbo económico y si hay riesgos de que el kirchnerismo vuelva.

Es claro, sin embargo, que ni la gran mayoría de los gobernadores peronistas ni de los dirigentes que conducen la CGT querría una interrupción del mandato constitucional del actual presidente. Nunca en los últimos años tuvieron el diálogo con el Poder Ejecutivo Nacional del que gozan hoy. Y, de hecho, los gobiernos kirchneristas estuvieron muy lejos de ofrecerles 29 mil millones de pesos a los gremios para saldar la deuda del Estado con las obras sociales sindicales, como hizo Macri.

La convocatoria al paro general del 6 de abril por la CGT apunta, por un lado, a exhibir fuerza de cara a las negociaciones salariales por venir, pero también a no perder espacio en la lucha por el poder dentro del peronismo, del que alguna vez el sindicalismo fue su columna vertebral. Literalmente corridos por izquierda en la movilización del 7 de marzo, los triunviros de la conducción cegetista se quedaron sin mayor margen para seguir postergando el primer paro contra Macri.

Los popes cegetistas saben, igualmente, que tampoco les conviene ingresar en una lógica de enfrentamiento como la de Saúl Ubaldini contra el gobierno de Raúl Alfonsín. Entre otras razones, porque un exceso de conflictividad laboral sólo desalentaría inversiones productivas y estancaría la economía en momentos en que el sindicalismo tradicional requiere más empleos formales, que implican aportes para los gremios. Y también, porque si el oficialismo se decidiera a investigar la vida sindical, más de un cacique podría terminar como Omar "Caballo" Suárez: entre rejas.

Claro que a Macri siempre lo ha caracterizado una actitud contemporizadora con el sindicalismo. Esa posición se ha llevado casi a un extremo frente a los movimientos piqueteros, que en los últimos días se apoderaron del espacio público.

En la Casa Rosada se advierte el malestar general que provocan los piquetes diarios y la decisión de las autoridades de no hacer uso de la fuerza que les confiere la Constitución para asegurar el orden público y el derecho a circular. Pero también se transmite cierta convicción de que esos sectores medios que se quejan de los cortes de calles y rutas, cuando llegue octubre, tenderán a votar a la coalición gobernante, aunque más no sea unidos por el espanto que les provoca el pasado.

Se trata, no obstante, de una apuesta a un triunfo por descarte, harto riesgosa. La paciencia de la población tiene un límite; los piquetes también deberían tenerlo.