La irrupción del fenómeno Trump en los Estados Unidos expresa otro, subyacente y silencioso, pero determinante, que sin embargo se destaca poco en los análisis. Y es que también a los pagos de Tío Sam parecen haber llegado los vientos de un fenómeno contemporáneo que tiene alcance global: la polarización (política e ideológica) de las comunidades nacionales.

A los argentinos no hay que explicarnos qué significa el fenómeno de la polarización, luego de largos años de discrepar sobre casi todos los temas desde dos trincheras bien definidas, separadas por una línea Maginot que, para colmo de males, no parece que vaya a disiparse pronto. Se trata, en todo caso, de encarar todos los debates sobre nuestros problemas con una cerrada postura que antagoniza con la otra en términos maniqueos, de blancos y negros, "izquierdas" y "derechas", y que anula toda posible discusión serena o reflexión matizada de las cosas.

Pero como vemos en tantas partes del mundo (de Francia a la India, de Holanda a Venezuela, de Ecuador a Filipinas y ahora, de costa a costa en los Estados Unidos), este fenómeno ha dejado de ser uno que se pueda comprender sólo en clave nacional. Es más adecuado pensar que estamos ante un nuevo clima de época. Y si bien el fenómeno se ha señalado, las explicaciones de sus causas no terminan de convencer. Me refiero, sobre todo, a las que buscan poner el origen del problema en el surgimiento de ciertos líderes "populistas" que, con sus consignas divisivas y controvertidas y sus propuestas de cambios radicales, siembran la confrontación y la discordia entre nosotros.

El problema con esa explicación es que olvida que estos líderes potenciales estuvieron siempre allí y que lo verdaderamente nuevo es la receptividad que tienen desde hace un tiempo. O, dicho de otra manera, que son las sociedades las que parecen necesitar de esos liderazgos y, por lo tanto, las que los buscan o los engendran. Visto de este modo, no es Trump el que divide a la sociedad norteamericana, sino el que mejor expresa esa división, que ya estaba allí y de la que por supuesto se sirve y alimenta, porque ha interpretado con mucha lucidez que es lo que mejor paga en términos electorales.

Pero ¿qué es entonces lo que ha hecho que estemos tan divididos? Quisiera proponer que eso sucede porque ha entrado en crisis lo que se ha dado en llamar "la era de la posverdad". Es decir, una época, ya madura, que ha puesto en tela de juicio todas nuestras verdades, hasta las más consagradas, y las ha diluido y relativizado hasta hacerlas desaparecer como tales bajo el filtro de una crítica sistemática. Esto ha ocurrido en las ciencias sociales hace décadas, desde la crisis del marxismo y el desembarco de la crítica cultural y los enfoques "post", pero también ha llegado al hombre de a pie, y se expresa en fenómenos muy diversos, como la llamada revolución de los derechos, la crisis de la religiosidad tradicional, la nueva sexualidad o la "liquidez" de la vida social. Y así, cosas como Dios, patria, fe, familia, caballerosidad, amor, nación, Estado, poder, obediencia, orden, bien, mal (usted elige) son hoy conceptos inestables, relativos, que no se pueden pronunciar sin más, a riesgo de parecer tonto, antiguo o algo peor.

Pues bien, lo que creo que estamos observando en estos tiempos es un cansancio global con esa era de la posverdad, un cansancio que encarna particularmente en un sector de nuestras sociedades, al que por pereza intelectual denominamos "la derecha", pero que es cada vez más amplio y heterogéneo. Esos sectores pueden expresar su malestar en la condena de la clase política, la corrupción o la globalización, pero su verdadero agravio es el ataque sistemático a sus ideas y creencias por parte de la corrección política de "la izquierda" (nuevamente, un mote que se cuelga por pereza, pero que engloba no sólo a los miembros de partidos de ese signo, sino también cosas muy heterogéneas) que ha venido devaluando, desprestigiando y ridiculizando desde hace demasiado tiempo toda afirmación de valores o convicciones. Hastiados de esa ideología hegemónica que se impuso en la cultura y las universidades y se reproduce en "los medios" dominantes, ellos se envalentonan con las arengas reaccionarias de líderes como Trump.

Pero haríamos mal en subestimar el fenómeno como algo reducido a un grupo de fanáticos de extrema derecha. Cuando el ahora principal asesor del presidente norteamericano, Steve Bannon, dice en su sitio de noticias Breitbart News (ése sí, de extrema derecha) cosas como "hay que volver al armario, los derechos de los homosexuales nos han hecho más tontos", o se pregunta "¿prefieres que tu hija sea feminista o que tenga cáncer?", no sólo le habla a un grupo reducido de fanáticos homofóbicos y machistas. Sus dichos seguramente dibujan una sonrisa en una masa mucho más grande de personas, que siente que el progresismo y la corrección política simplemente han ido demasiado lejos y que resiste la idea de haber pasado a un mundo en donde ser heterosexual, creer en Dios o la familia es estar sospechado de fascista.

Luego de largos años de hegemonía de la duda, del gobierno de la "deconstrucción", de sentar las verdades en el banquillo de los acusados y de reservar ciertas creencias para conversaciones de vestuario, existe ahora en ellos una necesidad de salir de su clóset y volver a proclamar sus convicciones sin pudores. Estaría naciendo, así, una nueva "era de la afirmación".

Ésta era no se construye sólo desde búnkeres conservadores (si no, no sería tal). De ella participa, aun sin quererlo, todo el espectro ideológico de nuestras sociedades. Con la intuición de zorro que lo llevó hasta la presidencia, Trump lo expresó bien el otro día al referirse a las marchas de "la izquierda" en su contra a lo largo del país para oponerse a su política contra los refugiados: "creo que si estuviéramos en un apocalipsis de zombis, la izquierda encontraría la manera de protestar por los derechos de los zombis".

Y es que en esas trincheras ideológicas la nueva cruzada por la recuperación de las certidumbres, por la vuelta de los valores, por la restauración del bien y del mal (más aún cuando se presenta como correctivo de toda una época de relajamiento de las convicciones y de decadencia moral que la prédica de ese progresismo ha provocado) genera una reacción análoga contra los absolutismos conceptuales de "la derecha". Y así, casi sin darnos cuenta, construimos entre todos un mundo bipolar de la afirmación, en donde reinan las certezas sin vueltas, de uno y otro signo. Y, como en una profecía autocumplida, marcharán unos en favor de los zombis, si es necesario, tanto más si desde la otra trinchera se asegura que ellos son la encarnación del mal y el origen de nuestros problemas.

En nuestras carreras de historia se enseña que la teoría del péndulo (según la cual, en definitiva, siempre se va y se vuelve hacia las mismas cosas) es falsa, porque la historia en verdad nunca se repite en forma idéntica. Cierto. Pero a veces es difícil no entrever en el presente rasgos de otros pasados, de otras eras de la afirmación que han generado largas y costosas connotaciones.

Sólo cabe esperar que en esta nueva estación el paso del péndulo no sea tan mortífero.