En momentos en que las esencias rurales se concentran en Expoagro, abierta a la vera de la ruta 9, en San Nicolás, es oportuno decir que el campo atraviesa circunstancias que no son las mejores respecto de sus costos. Por el contrario, puede reconocerse, una vez más, que su espíritu se encuentra a pesar de aquello tonificado. Ha sido abismal lo que importó pasar de gobiernos que a lo largo de 12 años lo agredieron a otro que ha manifestado una voluntad ponderable de valorar la importancia de las actividades agropecuarias para el conjunto económico y social del país.

Las secuelas del kirchnerismo son de un peso que llevará años remontar. Nadie de sano criterio podría ignorarlo. Es más: la marcha hacia la corrección de los mayores problemas heredados, como el déficit fiscal y el infierno fiscal no sólo hay paraísos en tal materia, más el gasto público exorbitante, ha encontrado un manejo vacilante en la conducción gubernamental, más concentrada en salir airosa de las elecciones de este año que en resolver con determinación el duro legado recibido.

El relativo sinceramiento de la paridad cambiaria, la liberación del cepo cambiario y la eliminación de derechos de exportación a las carnes y los principales productos agrícolas con excepción de la soja, donde se redujo en un módico 5% el mismo tributo, que era del 35%, trajeron alivio para el campo.

Ésa ha sido la cara positiva de la situación ulterior al desplazamiento del kirchnerismo. Han permanecido, sin embargo, sobre el espacio común de los argentinos los aires tóxicos del populismo, más ambiguos, más generalizados también, que los de la versión extrema, reflejados en aquel engendro de matriz peronista. Tan enquistado se halla el populismo en nuestra sociedad que el mundo aún inquiere, como percibió el Presidente en su reciente visita a España, cuándo los argentinos volverán a sentar cabeza y a comportarse con el grado de previsión necesaria para que se hagan en el país, como en el pasado, inversiones directas de la dimensión que conformaron por largo tiempo su grandeza.

La cara negativa es consecuencia de ese fenómeno complejo. Una vez más, el campo debe soportar ahora atraso cambiario; inflación de dos dígitos, lo cual es casi una rareza en la contemporaneidad, con excepción de países sin moneda, como Venezuela; insumos dolarizados con aumentos nominales de precios, y precios en las commodities agrícolas manifiestamente reducidos en relación con los 12 primeros años del siglo nuevo.

En ese cuadro, la presión fiscal y la distorsión de normas que debieran servir en favor del interés general cierran el círculo de agobio trazado por aquellas variables. Se sabe, sin ir más lejos, que el IVA debe tener efectos neutros, porque está concebido para que lo afronte el consumidor final. En granos y haciendas, el IVA impone una tasa del 10,5 por ciento. ¿Lo hace con efectos neutros? No: la acumulación de saldos erosiona, por la reticencia del fisco a devolverlos en tiempo y forma, los capitales de trabajo. ¿Olvida, acaso, el Estado que los productores tributan por muchos de sus gastos el 21% de IVA? ¿Olvida por igual que impide a los productores compensar con otros impuestos los créditos que por su mora acumulan?

Funcionarios gubernamentales han sugerido que la reforma tributaria en gestación, pero sin fecha todavía de lanzamiento, acarreará la novedad no sólo de una rebaja en el tributo por IVA, sino también la fijación de un porcentaje único para el campo. El valor de aquella decisión, si en verdad se cumple, dependerá en definitiva de los condicionamientos de hecho ulteriores que genere el Estado.

Véase lo que ocurre con la hacienda de invernada: la ley de impuesto a las ganancias establece que estas cabezas de ganado sean valorizadas a precio de mercado a la fecha del cierre fiscal y que actúe como referencia la plaza donde el productor acostumbra operar. Esa metodología termina suscitando un aumento irreal del valor de los activos, a raíz de no ajustárselos por inflación. Se obliga así al contribuyente a pagar impuesto sobre una diferencia de cotización que incluye como componente esencial la inflación. Peor aún: se paga Ganancias sin venta y sin aumento real de patrimonio.

Con los ingresos brutos la situación es más absurda, si cabe, pues todas las partes lo consideran el más distorsivo de los impuestos. En Buenos Aires se tributa por él el 1%, y si se trata de campos arrendados, el 2%. Nada explica esa diferenciación, como tampoco nada justifica el torpe intento de disimular parte del costo producido por el pago del impuesto inmobiliario con boletas complementarias que a nadie engañan.

Sobran los ejemplos para documentar aún más el sentido de lo expuesto con relación al campo. Lo dicho alcanza para advertir que no todo resulta tan favorable y justo como se proclama desde el oficialismo, y menos, como endilgan los tradicionales adversarios de todo lo rural.