Mauricio Macri acaba de continuar la tradición de la mayoría de sus antecesores en la Casa Rosada, que, desde el retorno de la democracia, cambiaron de ministro de Economía poco antes o poco después de su primer año de gestión; por lo general, en busca de mejores resultados de cara a las elecciones legislativas de medio término.

Esta vez hay dos grandes diferencias. Por un lado, desde fines de 2015 la conducción económica está descentralizada en seis ministerios que reportan a la Jefatura de Gabinete, en un esquema que complica no sólo la toma de decisiones, sino su coordinación y comunicación en tiempo y forma. Por otro, porque el Ministerio de Hacienda y Finanzas, recreado hace poco más de un año, tendrá dos cabezas a partir de la semana próxima. Esta nueva subdivisión ratifica la convicción presidencial de no depender de un "superministro" para el área, como ocurrió en otras épocas. Pero implica un trabajo extra para coordinar a un equipo más numeroso, que además debe compatibilizar la tarea con la política de un Banco Central más independiente. Tantas manos en un plato conducen a que la última palabra corresponda al propio Presidente, delegada ahora explícitamente con el aval a los vicejefes de gabinete.

Es muy probable que el desplazamiento de Alfonso Prat-Gay haya obedecido a una cuestión de personalidad del ministro saliente, más proclive a impartir directivas que a recibirlas desde la Casa Rosada. El desenlace de Ganancias necesitaba también de un fusible político, cuyo reemplazo fue convalidado incluso por Elisa Carrió.

Sin embargo, el mayor desafío pasa por otro andarivel: a falta de un programa económico "integral y articulado", el Gobierno trazó desde su arranque una hoja de ruta a recorrer en dos velocidades. Con un shock inicial (unificación cambiaria, devaluación, fin del default, de las retenciones, de la manipulación estadística y del profuso esquema intervencionista heredado de la era K, más el acceso al financiamiento externo y una política monetaria restrictiva) y un deliberado gradualismo para bajar la inflación y el déficit fiscal (en este último caso, apoyado en la reducción parcial de los subsidios a cambio de ajustar los precios y tarifas energéticas, que debió modificar sobre la marcha y quedó a medio camino).

En el primer tramo, el Gobierno apostó a que la vuelta a un país más normal generaría una lluvia de inversiones internas y externas, que se hace esperar. Precisamente por las dudas que genera la política fiscal y su correlato de endeudamiento externo para financiar el déficit a nivel nacional y provincial. A esto se suma que, con minoría en el Congreso, el Gobierno debió "comprar" gobernabilidad a cambio de mayores gastos o menores ingresos, sin negociar reducciones de costos (tributarios, logísticos) que mejoren la competitividad (salvo accidentes laborales).

Nicolás Dujovne, quien estaba en Punta del Este cuando se anunció su designación, tendrá por delante varios desafíos que exceden los límites de su cartera. Es un economista con buena capacidad de comunicación y experiencia en política fiscal que, en el tándem con la continuidad de Luis Caputo en Finanzas, augura una buena complementación. Sobre todo ahora, cuando la Argentina deberá colocar deuda externa (alrededor de US$ 35.000 millones en 2017) a un costo más elevado (del orden de 7/7,5% anual). En sus últimas columnas para LA NACION expresó ideas claras sobre la necesidad de reducir estructuralmente la economía y el empleo en negro y de avanzar hacia un "país normal", con más mercado, regulaciones claras y reconversión a largo plazo de los sectores menos competitivos. Ayer tuvo una buena respuesta inicial en los mercados.

Aun así, le tocará debutar en el comienzo de un año electoral, con la economía subordinada a las necesidades políticas del Gobierno para aumentar su peso propio en el Congreso. Esto crea una tensión entre lo deseable y lo posible, en un marco de deterioro del tipo de cambio real (por los ingresos del endeudamiento, el blanqueo y una mayor cosecha).

Por caso, si el Gobierno opta por apurar la reactivación y baja las tasas, probablemente deba admitir algo más de inflación; y si privilegia la meta inflacionaria del 17% anual, tal vez deba resignar algo de crecimiento y empleo. Por otro lado, con el Presupuesto 2017 ya sancionado, se reducen los márgenes de maniobra con el gasto y la reforma tributaria "integral" está prevista por ley para ser elaborada y debatida dentro de un año.

Tal vez el principal aporte de Dujovne sería acordar reglas fiscales explícitas y prioridades de inversión en infraestructura para bajar el déficit fiscal en 2018 y 2019. Un objetivo que, en la Argentina, equivale al largo plazo.