El partido por el impuesto a las ganancias llegó a su fin y el equipo de Macri alcanzó un digno empate, aunque sufrió más de la cuenta en un primer tiempo en el que careció de iniciativa, cometió inexplicables torpezas y permitió que su rival se adueñara de la pelota y del terreno de juego. En el entretiempo del encuentro afloró, como pocas veces, el nerviosismo de un director técnico que sólo atinaba a responsabilizar a Sergio Massa, al que tildaba de "impostor", sin advertir que éste nunca formó parte de su equipo, más allá de algunos acuerdos tácticos. Finalmente, advirtiendo que los partidos se ganan en la cancha y no con fulbito para la tribuna, el cuerpo técnico habilitó el ingreso de nuevos jugadores que se movieron con la habilidad suficiente para equilibrar el partido. Entre las figuras del equipo, se destacaron el ministro del Interior, Rogelio Frigerio, quien conoce como nadie las necesidades de los gobernadores provinciales, y el titular de Trabajo, Jorge Triaca, experto en la lógica de los popes sindicales. A ellos se sumó el vicejefe de Gabinete, Mario Quintana, quien pareció despojarse de su frío rol de CEO para mostrarse especialmente afable con los sindicalistas y llegar al extremo de reconocer equivocaciones.

El titular del bloque de senadores justicialistas, Miguel Ángel Pichetto, de pronto se convirtió en árbitro del partido y le concedió al oficialismo macrista los minutos de descuento necesarios como para que las negociaciones maduraran y el equipo de Cambiemos pudiera remontar en el tanteador.

Macri mostró una vez más capacidad de rectificación. Lo había hecho al inicio de su mandato, cuando, tras nombrar a dos integrantes de la Corte Suprema de Justicia en comisión y por decreto, enmendó su error y envió el proyecto de designación de ambos jueces al Senado. También lo había hecho con la cuestión tarifaria y ahora, con el impuesto a las ganancias.

Quedó más claro que nunca que, con la actual relación de fuerzas en el Congreso, el Poder Ejecutivo debe resignarse a buscar permanentemente acuerdos con unos y con otros para garantizarse la sanción de leyes y la gobernabilidad.

A veces esas concesiones pueden resultar caras. Sobran ejemplos. Asegurarse la paz social para este fin de año -precisamente, a 15 años de la caída de Fernando de la Rúa- requirió 30.000 millones de pesos por tres años para organizaciones sociales que no tienen pruritos a la hora de disponer piquetes capaces de alterar la vida cotidiana de miles de argentinos. Y obtener el aval de los gobernadores para el proyecto de Ganancias consensuado y sancionado ayer implicó prometerles que la Casa Rosada asumirá el costo fiscal derivado de la menor recaudación por ese impuesto, de modo que ésta no provoque recortes en el envío de fondos de la Nación a las provincias.

El empate no puede ser exhibido como triunfo por el Gobierno. Pero el resultado final ofrece, a juicio de algunos funcionarios, una señal inequívoca para potenciales inversores inquietos frente a los peligros de la ingobernabilidad. Se ha demostrado que en la mayor parte de la dirigencia política, al menos todavía, no hay vocación por dar un salto al vacío.

Al cabo del match, todos parecen tener algo que festejar, además del Gobierno. La CGT puede celebrar que ha vuelto a ser reconocida como la columna vertebral de un cuerpo que hoy carece de cabeza, como el peronismo. Los gobernadores, que siguen siendo decisivos en toda negociación que requiera del Senado. Massa, que puede poner en jaque al oficialismo, aunque no esté en condiciones de repetir seguido aventuras junto a denostados personajes kirchneristas. Y hasta el kirchnerismo pudo festejar su cuarto de hora de poder.

La gran duda que deja este singular partido es dónde quedará la promesa electoral de Macri de que en su gobierno los trabajadores no pagarían Ganancias. ¿O acaso pensará que con el acto de prestidigitación de cambiarle el nombre a ese tributo por el de "impuesto a los ingresos" dejará satisfechos a los contribuyentes?