La sociedad argentina observa, desde anteayer, el espectáculo que interpretan ciertos funcionarios y ex funcionarios que danzan en torno de los resultados -o, más justamente, de la inexistencia de resultados- de las pruebas realizadas por estudiantes argentinos el año pasado. Bajo el resplandor de los focos mediáticos, que muchas veces parece enceguecer a quienes participan de la arena pública, el juego de afirmaciones y rechazos, acusaciones y desmentidas se construye sobre una confusión que silencia lo esencial, una confusión entre dos conceptos que se usan alternativamente, como si fueran sinónimos: "medir" y "evaluar". En tanto que el primero significa "determinar respecto de una cosa cómo es de grande o de intensa", y ello exige el uso de una herramienta de medición, evaluar significa "justipreciar", "atribuir cierto valor a una cosa". De lo medido, cuando lo comparamos con otra cosa, podremos decir que es grande o pequeño, abundante o escaso. De lo evaluado, al ponerlo en el marco de un sistema de valores o de cierto conjunto de principios que, los hayamos hecho explícitos o no, deberíamos saber reconocer como previos, podremos decir que es justo o injusto, correcto o incorrecto, adecuado o inadecuado. La medición aspira a ser objetiva; para casi todas las cuestiones prácticas de la vida, los errores de medición pueden ser causa de pequeños inconvenientes o provocar grandes tragedias. La evaluación, por su parte, sólo puede ser objetiva en relación con el marco conceptual en el que es realizada. Así como la medición depende de las herramientas, la evaluación depende de las ideas, las creencias y los valores, y por tanto siempre está sujeta a discusión.

En más de 30 años de vida democrática, nuestra sociedad no ha sido capaz de establecer acuerdos básicos acerca de qué es lo que debe medir, cómo medirlo, cómo hacerse cargo de sus resultados. Y allí donde esos acuerdos existían, buena parte de la sociedad fue cómplice de los dirigentes que arrojaron por la borda aquello que apenas se mantenía en pie.

Sin esos acuerdos no puede haber conversación pública, y sin conversación pública de calidad, con buenos fundamentos, con explicaciones honestas de las ideas y de los intereses de cada uno de los que participan en el espacio público, sin la capacidad de adoptar el punto de vista de los demás, sin esas conversaciones, la sociedad se degrada. Para que esas conversaciones sean posibles es imprescindible hablar el mismo lenguaje: discutir sobre valores, principios e intereses, a partir de datos lo más objetivos y contrastables posibles. Expresar ideas distintas en el marco de una misma razón.

Si algo estuvo ausente estos días fueron las discusiones exigentes. En su lugar quedan los restos de acusaciones, exculpaciones, justificaciones que soslayan lo esencial: no sólo cómo educar, sino para qué educar. Una cuestión que, indudablemente, no compete sólo ni principalmente a los educadores ni funcionarios, sino a una sociedad que sigue mayoritariamente persuadida de que la educación es la preparación para el mundo del trabajo. Una idea del siglo XIX que con dificultades logró atravesar el siglo XX, pero que indudablemente carece de sentido en nuestro tiempo. Un estudio de la Universidad de Oxford señalaba, en 2013, que el 47% de la fuerza de trabajo norteamericana está amenazado por la tecnología. Según la revista Forbes, en 2020 el 50% de los norteamericanos no conseguirá empleo.

Nuestra sociedad sigue imaginando un sistema educativo orientado a producir trabajadores en un mundo en el que el trabajo será cada vez más escaso. Se escuchan discursos conservadores camuflados bajo una retórica progresista, y discursos que anuncian una novedad que no es más que un gesto vacío, reiterado desde los inicios de la modernidad. El tiempo, la energía y la pasión invertidos en arrojarse titulares entre unos y otros debería aplicarse a estimular una conversación sobre estas cuestiones. Si el trabajo dejará de ser central en nuestras vidas debemos pensar cómo educar a la gente bajo nuevos paradigmas. Nuevos paradigmas acerca del tiempo, que ya no se dividirá entre tiempo productivo y ocio; nuevos paradigmas de la sociabilidad y de la creatividad. Aun cuando muchos dejen de ser trabajadores serán todavía ciudadanos, y deberemos encontrar el modo de ayudarlos a dar sentido a sus vidas y a que sean útiles a la sociedad. Todos estos problemas son, también, la fascinante oportunidad de repensar nociones que, construidas en la primera modernidad, son cada vez más débiles para enfrentar los problemas del presente. La educación es clave para la reflexión y para la solución. Y mientras los días pasan, los funcionarios discuten acerca de la longitud del metro.