Nunca antes, en los doce meses recién cumplidos que lleva la gestión presidencial de Mauricio Macri, se había percibido esta sensación de incertidumbre, extendida a buena parte de la sociedad.  Si bien por un lado todos los relevamientos hechos en las últimas semanas acreditan el respaldo que todavía posee la administración de Cambiemos, por el otro existe entre los votantes, seguidores y defensores del macrismo la duda respecto de cuánto más tardará en dar el presente la reactivación prometida para el segundo semestre del año en curso.

 

Como sigue sin aparecer, y las estadísticas oficiales confirman el parate que aqueja a la economía, parece lógica la reacción de la gente. En parte, el fenómeno es responsabilidad de un gobierno que —en su afán de ganar tiempo y hacer frente a la bomba activada que le dejó el kirchnerismo— vertebró su estrategia con base en la promesa de que, pasados los primeros ciento ochenta días de mandato, comenzarían a percibirse los frutos del ciclo virtuoso de la economía. El oficialismo generó expectativas que, con el transcurso del tiempo, resultaron insatisfechas. Pero en parte también, la desazón ambiente es producto de las esperanzas —por momentos disparatadas— que las tribus electorales que respaldaron a la formula Macri–Michetti forjaron inmediatamente después del triunfo obtenido a expensas de Daniel Scioli.

 

Es tan irreal suponer que, a la vuelta de la esquina, agazapada y aviesa, se recorta la sombra de una crisis social ante la cual el gobierno claudicará y retrocederá espantado —con la posibilidad de seguir los pasos de Fernando de la Rúa— como imaginar que Mauricio Macri podrá modificar de cuajo la matriz decadente de la Argentina y llevarnos, en apenas cuatro años, del pelotón del tercer mundo —del que somos integrantes desde hace más de medio siglo— a codearnos con los países más desarrollados del planeta. No hay catástrofe a la vista ni tampoco uno de esos milagros que ni siquiera San Pedro estaría en condiciones de hacer.

 

Existen límites —o si se desea, obstáculos— que el gobierno, aunque quisiera, no está en condiciones de salvar con éxito de aquí a la finalización del periodo para el que fue elegido el ingeniero que hoy se sienta en el sillón de Rivadavia. Exigirle que cambie de raíz los males nacionales y que embista contra sus enemigos sin contemplaciones, es no entender ni la naturaleza de la coalición gobernante ni la relación de fuerzas vigente en nuestro país. Lo que clausura cualquier ilusión acerca de un giro copernicano, a dar por Macri en términos del ejercicio del gobierno, es el libreto que hizo suyo al momento de llegar a Balcarce 50. El plan gradualista puesto en marcha y defendido a rajatabla en cuanta ocasión se ha presentado, supone el mentís más rotundo a la ilusión de que Cambiemos irá a fondo en la ejecución de las políticas públicas.

 

Carece de todo sentido abrir debate sobre las intenciones revolucionarias del macrismo. Aun cuando pudiese demostrarse más allá de duda de que ese resultase ése su afán, de nada serviría. Por la sencilla razón de que no tiene la fuerza suficiente para acometer semejante empresa. En el mejor de los casos, esta administración podrá al término de los próximos tres años dejar un país algo más ordenado, menos salvaje, con algún atisbo —siquiera sea mínimo— de reconstrucción republicana, un índice de inflación debajo de 10 % y un PBI en crecimiento. Nada más; y no es poco.

 

Claro está que del hecho de que se antepongan en el camino del oficialismo valladares imposibles de sortear no se sigue que deba bajar los brazos y asumir el futuro con resignación. Una cosa es que no pueda dar vuelta a la Argentina como una media; y otra —bien distinta— es que su destino se halle prefijado. El grado de discrecionalidad que posee el presidente en una nación como la nuestra, que tiene en menos a las instituciones y, en cambio, valora a los hombres providenciales, es enorme. Carlos Menem y Néstor Kirchner representan la prueba por excelencia de lo expresado más arriba.

 

La pregunta que —de momento, al menos— no tiene respuesta, es si Macri se da cuenta del poder que, aun menguado por su escasa musculatura legislativa y la escasa legión de gobernadores que le responde, es patrimonio suyo y sólo requiere ser ejercitado en plenitud para no desfallecer. Lo que ha trasparentado en los primeros doce meses da margen para acompañar a esa pregunta con un signo de interrogación. A diferencia de sus antecesores, que sabían mandar y no se dejaban amedrentar por ningún otro actor, Macri —por ejemplo— no sabe, no puede o no quiere ponerle freno a la falta de prudencia de la doctora Elisa Carrió. Que no sea el único que le teme —el presidente de la Corte Suprema de Justicia también pertenece a ese club— no lo disculpa. Tampoco la idea de que llamarla al orden le generaría más dolores de cabeza que beneficios.

 

Lo que parece no percibir Macri es que cada vez que hace mutis por el foro cuando debiera hacerse oír, o que retrocede cuando debería avanzar, ofrece la imagen de un piloto de tormentas débil o dubitativo. La semana pasada, Lilita se despachó contra el jefe de los Supremos, Ricardo Lorenzetti, permitiéndose jugar al presidente de la República como si fuera un peón subalterno de su estrategia. Dijo lo más campante, y sin que nadie la corrigiese, que aplazaría hasta abril próximo su denuncia contra el citado magistrado porque así se lo había pedido Macri. Supongamos, por un instante, que hubieran acordado dar ese paso. Sería una enormidad de la legisladora traicionar el secreto y dejar expuesto de tal forma a su interlocutor. Supongamos —inversamente— que no hubo tal plan forjado por la Carrió y el presidente. Entonces la irresponsabilidad de la primera sería más grave aún.

 

Macri, a todo esto, no abrió la boca, y no porque no le molestara sino por el temor que le genera la jefa de la Coalición Cívica, que un mes atrás dinamitó el acuerdo que habían sellado el gobierno con Sergio Massa y el bloque de senadores liderado por Miguel Pichetto, sin ninguna consecuencia para ella pero con consecuencias desagradables para el oficialismo, al cual dejó pagando con su actitud. La relación con la doctora Carrió es sólo un ejemplo. Habría otros —las disputas que han estallado en el seno de la coalición y llegado a la opinión pública— que podrían apuntarse en idéntico sentido y que delatan la misma falta de firmeza de un presidente jaqueado por un sinfín de problemas y con una elección legislativa crítica dentro de diez meses. Hasta la semana próxima.